martes, 28 de enero de 2014

Guillermo Rochabrún. La retórica de la desigualdad


La retórica de la desigualdad*
 

Guillermo Rochabrún Sociólogo
 
Antonio Berni, Manifestación (1934).

¿Por qué hacemos nuestro el valor de la igualdad? Porque creemos interpretar un reclamo histórico largamente sostenido y postergado [...] al mismo tiempo que la igualdad respira, como valor positivo, en la memoria histórica de la región, se ha visto sistemáticamente negada por esa misma historia. […] la igualdad recorre […] una modernización hecha sobre la base de la peor distribución del ingreso del mundo. […] se ha deteriorado el mundo del trabajo y se ha segmentado el acceso a la protección social [...] Y sin embargo, cuanto más nos recorre la desigualdad, más intenso es el anhelo de igualdad […]
ALICIA BÁRCENA
1

La igualdad abstracta

La desigualdad es denunciada por doquier; acusada de todos los males: desde la injusticia hasta la conflictividad social, y así se construye el conocido escenario de víctimas y victimarios, de héroes y villanos. Sin embargo, luego de revisar someramente publicaciones recientes hechas en el país en este campo, pienso que es una problemática falaz, pues carece de todo contenido preciso, y se define como lo contrario de un imposible: la igualdad abstracta. Porque, ¿a qué igualdad se alude —implícitamente— al hablar de desigualdad? En verdad, a ninguna; ello produce una fatal indeterminación, pues todo puede ser visto como desigualdad.


Esta retórica nos viene de una agenda dada por el mundo occidental moderno, que se autoimpuso una ideología de homogeneidad, y que —si obviamos sus costos— fue en gran medida exitosa: un mundo encerrado bajo el Estado-Nación, donde una verdad oficial se imponía sobre diferencias políticas y económico-culturales, incluyendo las religiosas. Éstas pasaron a un plano muy secundario y/o fueron sustancialmente silenciadas. Autodefiniéndose estas sociedades desde los individuos, fueron reconocidas solamente las diferencias que aparecían como cuantitativas, cada vez menos de tipo adscrito, y crecientemente de tipo adquirido, por lo que pasaron a verse como desigualdades. Es decir, no se trataba de diferencias constitutivas sino contingentes, variables a lo largo de las generaciones y pasibles de reducción, si no de eliminación. Para demostrarlo, ahí estaría el Estado de Bienestar.

En una sociedad como la peruana, las condiciones son marcadamente otras; una sociedad constituida por segmentos, donde uno estaba claramente subordinado al otro en los campos productivo, político y religioso. Hablar entonces de “desigualdades” esconde que en verdad tenemos brechas, abismos de poder, exclusión, segregación, lógicas productivas disímiles, distancias inmensas en fuerzas productivas, etcétera. Es construir un imposible horizonte de igualdad para entender el pasado y el presente, e imaginar una meta que no guarda relación alguna con las posibilidades reales.

La distancia que media entre estos planteamientos teóricos y las realidades de un país como el Perú, de por sí históricamente constituida sobre una dominación colonial, muy heterogénea, y además en profundo cambio y crisis en los últimos 70 años, es inmensa. Por eso encontramos hoy todo tipo de dificultades para vincular una problemática así definida con los entrampamientos del crecimiento económico, o con la conflictividad social actual. He aquí un ejemplo de este horizonte de igualdad abstracta:

Una niña de la selva rural […] tiene cuatro veces menos probabilidades (0.2) de acceder a servicios de agua potable que un niño que reside en Lima Metropolitana (0.9), en razón de su género, lugar de residencia, el nivel educativo y los ingresos de los padres y el grupo étnico al que pertenece. Lo mismo ocurre con el acceso a otros servicios básicos. Los niños y niñas que enfrentan cierto tipo de circunstancias, como ser mujer y haber nacido en zona rural o ser hijos de padres de pocos recursos y con un bajo nivel educativo, resultan claramente desfavorecidos en el acceso a servicios educativos, agua potable, saneamiento adecuado y electricidad.2

Sin embargo, la niña de la selva rural no dice “mis probabilidades de acceder a servicios de agua potable son cuatro veces menores a las de un niño de Lima. ¡Qué injusticia!”. (Muy posiblemente tampoco lo dirán sus padres.) A mi modo de ver, el problema está en quién hace este planteamiento: un hispanohablante con formación universitaria, de clase media, de procedencia urbana y moderna, que desde una mirada relativamente equidistante de los extremos tiene algún conocimiento de cómo viven “los de arriba” —lo que generalmente escapa del acervo y del juicio de “los de abajo”, y participa de una concepción igualitarista que supone un “nosotros universal”.

Fuera de estas premisas, el argumento sobre la niña selvática rural carecerá de inteligibilidad, o cuando menos de pertinencia. El problema es que creamos así un horizonte de igualación imaginario, además de abstracto y ficticio, propuesto desde un patrón urbano, moderno y de clase media. En cambio, lo pertinente sería, en este caso, preguntarse dónde aspirará esta niña a vivir en su adultez, con quiénes, bajo qué condiciones, y qué requerirá para ello. Lograr, así, que esta población alcance niveles de vida superiores a los que tiene actualmente. Pero esto nos coloca en un escenario muy diferente a la igualdad abstracta.3 

Esta visión se ha hecho pública y hegemónica, aunque no sin arduas disputas. Hegemónica significa que gana consenso y se convierte en una suerte de “visión oficial”; es decir, la política la ha hecho suya. Pero podrá verse el cúmulo de supuestos y operaciones intelectuales que es preciso activar para que tal planteamiento —al que llamaremos “igualitarismo”— tenga sentido.

¿De qué juego se trata?

Téngase presente que la problemática de la igualdad/desigualdad, si bien no hace parte del liberalismo, habla su mismo lenguaje: una sociedad de individuos que, al ser agregados, forman distribuciones. De esta manera coloca a todos, de facto, en una suerte de competencia universal, tan dramática como inexistente, en la que cada cual compite con todos los demás. Se descubre entonces que en la carrera hay una gran desigualdad entre el tamaño, la nutrición y el entrenamiento de los competidores. Más aún: mientras más ventajas iniciales han acumulado, han sido colocados bastante más adelante que los demás.

La pregunta es si la vida de los unos y de los otros en verdad consiste en tal carrera. Es decir, existiendo todas las diferencias mencionadas, ¿qué pasaría si la carrera fuese entre los relativamente iguales, y que con los otros se tratase de construir interdependencias selectivas, o de alejarse lo más posible? El problema es que desde la retórica de la desigualdad no existen otros vínculos que la gran carrera, de modo que lo que está en juego es ella, solamente ella, y en condiciones abrumadoramente desiguales.

Muy de otra manera, en Los caballos de Troya de los invasores (Lima: IEP, 1987), Jürgen Golte y Norma Adams mostraron que mientras en los barrios periféricos los migrantes no pagan alquiler y cuentan con el apoyo de una familia extensa, los migrantes de clase media tienen que pagar por la vivienda y a una empleada doméstica. Es decir, ambas familias cuentan con muy distintas estructuras de gasto. Pero no se trata de hacer un inventario de ventajas y desventajas, pues eso sería colocarlos en esa carrera que podría no ser sino una invención nuestra. Antes bien, la migrante del pueblo joven podría ser la empleada doméstica de la familia migrante de clase media, y la relación no sería de competencia sino de interdependencia, más o menos conflictiva. Es decir, esta interdependencia puede congregar todo tipo de jerarquías, prejuicios, discriminaciones, exclusiones. Hacerles frente es algo que solo de manera muy pálida podría expresarse invocando solamente la “igualdad”.

Veamos un ejemplo macrosocial: el sistema educativo y su relación con el mercado laboral y la economía en general. Por supuesto, la migración hacia las ciudades —ya no solamente Lima— es el fenómeno por excelencia. El escenario que enfrentarán los migrantes será, fundamentalmente, competitivo; en consecuencia, deberán estar lo mejor preparados que sea posible para competir. Pero ¿para competir con quiénes? No en una llanura horizontal donde entrarán todos, sino en nichos, muy segmentadamente. La diferencia y la igualdad socialmente significativas se darán al interior de cada nicho. A su vez, cada uno de ellos está situado en un marco de desigualdades-brechas de un orden mucho mayor, que abarca al conjunto; pero, nos guste o no, ¿está este orden cuestionado colectivamente en forma significativa? Lo paradójico es que, tomada a la letra, la retórica de la desigualdad tampoco lo hace, y antes bien —¿sin darse cuenta?— aspira a esa utópica competencia universal; es decir, a una utopía de cuño ultraliberal que los verdaderos ultraliberales jamás asumirán.4

La distancia que media entre los planteamientos teóricos y las realidades de un país como el Perú, de por sí históricamente constituida sobre una dominación colonial, muy heterogénea, y además en profundo cambio y crisis en los últimos 70 años, es inmensa.


Desigualdad y conflicto

Cuando se llega a este nivel de simplificación, nos encontraremos haciendo afirmaciones que ligan la desigualdad con la frustración y el conflicto. Veamos un ejemplo:

[…] estamos en un proceso de generación de tensiones entre lo que la economía está ofreciendo a la gente y lo que la educación y la salud están permitiendo a esa misma gente en términos de aumento de expectativas, de aspiraciones y de conciencia de la propia dignidad. Para un proceso pacífico de progreso, reducir la desigualdad económica se convierte, pues, en un asunto capital.5

¿Es esto cierto? El argumento afirma un curso de frustraciones en ascenso: pero ¿está dándose?, ¿hay algún estudio al respecto? Con el actual patrón de crecimiento puede haber fuentes de frustración; pero debe haber también fuentes de “gratificación”, que la retórica de la desigualdad ignora por completo. Por ejemplo, ¿qué significa el incremento del comercio minorista en zonas y ciudades bajo modalidades que antes no existían, la generalización de tarjetas de crédito, celulares y el acceso a Internet entre las capas “C” para abajo, tanto en grandes ciudades como en zonas calificadas de “rurales”? En medio de ellas, e incluso debido a ellas, también pueden crecer sentimientos de insatisfacción —con lo obtenido puedo ver mejor lo que me falta—, pero falta estudiar su carácter: indagar en qué tipo de prácticas puede convertirse y en cuáles no. 6

Es más lógico pensar que los conflictos emergen, más que de la desigualdad, de la conciencia de la carencia. No basta que la carencia exista: debe ser percibida, y sufrida, como tal. Pero para ello no se requiere de noción alguna de igualdad. Solo se necesita saber que para tal carencia hay una salida posible, y que uno se siente con derecho a ella. Es decir, es la conciencia de tener derechos; de ser igual a quien sí los puede ejercer. Pero no será sino esa igualdad lo que estará en juego. Si ese camino entraña igualaciones de facto ello puede tener una importancia muy variable para los demandantes, pudiendo ellos ser totalmente ajenos a las preocupaciones igualitaristas de los estudiosos. Esto es más probable sobre todo en un contexto político como el actual, carente de grandes temas ideológicos.

Lo que podemos asumir, confiando en las cifras que los especialistas manejan, es que el capital ha crecido en términos absolutos y relativos, mientras que los recursos del trabajo más los del microindependiente han decrecido en términos relativos, aunque puedan haber crecido per cápita en términos absolutos. En otras palabras, los ricos se estarán haciendo más ricos (que antes); pero no necesariamente los pobres serían más pobres (que antes).

¿Vivimos una explosiva conciencia de desigualdad?

Reiteradamente se ha vinculado la publicidad dada a cifras de inversión, tasas de crecimiento, reducción de la pobreza, etcétera, con la elevación de expectativas, y a ello con el desarrollo de la conflictividad social. Sin embargo, no hay ninguna información que corrobore tal vínculo. Lo que sí se conoce relativamente bien es la proliferación de demandas de poblaciones locales ante inversionistas privados, por el acceso a recursos, empleo o servicios y beneficios diversos; pero ello está en un mundo totalmente aparte de las cifras agregadas sobre desigualdad.

Téngase presente que un nexo entre las cifras de bonanza y la conflictividad social implica: a) una ciudadanía informada, b) que evalúa críticamente la información, c) que está organizada, d) que puede traducir dicha información en demandas específicas de redistribución, y e) que puede pasar de estas demandas a acciones estratégicamente articuladas. ¿Se cumplen estos supuestos para la población desfavorecida? Pareciera que no. La pregunta es, entonces: ¿Hacia dónde mira esta población?: ¿hacia “los de más arriba”, o hacia sus vecinos?; ¿qué vivencias provoca esta comparación? Muchos de los actuales conflictos tienen lugar entre iguales —por ejemplo, entre poblados aledaños—, o entre empresas y las comunidades del lugar; no es la desigualdad lo que está en juego en tales casos. Lo que menos aparecerá —si acaso alguna vez— serán conflictos referidos a las desigualdades extremas: aquéllas que solo son visibles para investigadores académicos y funcionarios, para quienes son las que más inquietan. Y lo que con más probabilidad estará en el imaginario de la gente no será la disminución de las desigualdades entre los extremos, sino el incremento de sus posibilidades de vida.

Porque, ¿saben los pobres cómo viven los ricos?; ¿saben cuánto “ganan”? En todo caso, ¿les preocupa?, ¿les indigna?, ¿les subleva? ¿Les hace surgir sueños, motivaciones? ¿Cómo es con los hombres?, ¿y con las mujeres?, ¿con los adultos, los jóvenes y adolescentes?; ¿en el corto y el largo plazo? ¿Las vivencias así generadas están en el origen de algún conflicto, de alguna movilización? La respuesta no es obvia; el caso es que no lo sabemos, pues no está en ninguna agenda de investigación. Pero hace un cuarto de siglo, al filo de la mayor crisis económica que hayamos vivido los contemporáneos, observaba Antonio Zapata:

Si se revisan las fachadas de las casas terminadas de Villa El Salvador […] se encontrará que sus elementos son […] el mismo modelo arquitectónico de la clase media, adaptado a las condiciones de pobreza, con mantención de sus elementos más significativos. […] una casa no solo expresa la condición de sus moradores, sino también las ilusiones sociales de éstos. […] el intermediario cultural es el albañil […] quien ha levantado las casas de clase media […] quien […] se transforma en el agente principal de la conformación de una ideología urbana presidida por el modelo del chalet.7

Sin embargo, la retórica de la desigualdad no piensa en el “grupo de referencia” de Merton, sino en el “efecto demostración” de Duesenberry, agregándole que mostrar bienes de consumo no alcanzables incrementaría automáticamente la frustración y el conflicto.

De ahí que en esta retórica surja la pregunta: “¿Cuánta desigualdad resiste la democracia?”. Es una pregunta afín a una proposición hoy abandonada: a más pobreza, más violencia.

La igualdad como reduccionismo

En La hora de la igualdad, la CEPAL (Santiago de Chile: CEPAL, 2011) propone una agenda centrada en la igualdad, por las siguientes razones:

1) Promueve un mayor sentido de pertenencia a la sociedad y, con ello, cohesión social.

2) A su vez, la integración así lograda es condición para que la sociedad sea más productiva y con mayor “convergencia productiva”. Oportunidades más igualitarias de educación y empleo formal permiten mayor productividad y competitividad, y recursos fiscales para la inversión productiva y la protección social. La igualación en acceso a salud y nutrición reduce costos asociados a enfermedad y desnutrición; finalmente, una mayor equidad probablemente [cursivas agregadas GR] se traduce en menores costos de seguridad ciudadana, y en una mayor calidad de la democracia.

3) Todo lo anterior da mayor igualdad en voz y visibilidad política, incrementa la capacidad de participación, diálogo, voto informado. Grupos antes excluidos pueden ahora incidir en la redistribución de recursos y universalización de prestaciones.

4) Es un referente normativo para orientar la acción pública hacia la reducción de la vulnerabilidad, acrecentada por la financiarización de la economía (pp. 43-44).

Todo esto quizá esté moralmente muy bien, aunque sociológicamente sea sumamente especulativo. Pero al margen de ello, ¿por qué reducir todo a una cuestión de “igualdad”? Las situaciones aquí referidas evocan inclusión, empoderamiento, participación. Fortalecen a colectividades que pueden entrar en una relación de equilibrio con otros agentes, incluyendo al Estado. Pero colocar todo bajo el manto de la igualdad distorsiona y empobrece la visión de la realidad.

Sin duda, hay campos en los que la desigualdad, tal como se entiende en forma convencional, tiene sentido social y político: ahí donde estamos ante diferencias de grado que, formando un contraste o un continuo, son percibidas por los sujetos, y están dispuestos a enfrentarlas. Pero en muchos otros no se cumplen estas condiciones, y estamos ante otros fenómenos tanto o más problemáticos: brechas, discriminación, exclusión, etcétera. Ahí no está en juego igualar, sino cambiar estructuras (¿alguien se acuerda del término?); lograr la superación de individuos y sujetos colectivos, sin estar comparándose con nadie. En esos casos no es la igualdad lo que está en juego, sino la estructura del poder.
 
 
 
*Estas ideas fueron expuestas en un seminario sobre desigualdad organizado por la doctora Narda Henríquez el año 2012 en la Facultad de Ciencias Sociales de la Pontificia Universidad Católica del Perú.

1 “Prólogo” a CEPAL: La hora de la igualdad. Brechas por cerrar, caminos por abrir, p. 13. Lima, 2011.
2 Manrique, Arturo: “El soroche de Bill Gates”, 28 de febrero del 2012. En: <http://www.coeeci.org.pe/wordpress/? p=4015>.
3 Podría reemplazarse esa problemática por la de la superación. Ahí la comparación de las unidades significativas sería básicamente consigo mismas, incluyendo sus relaciones concretas, reales, efectivas, con otras unidades. Es decir: cómo van cambiando en el tiempo sus nexos con los “otros”.
4 Se afirma que no se puede crecer a largo plazo con los actuales niveles de la educación pública. ¿Pero es que el problema de la educación para el crecimiento económico consiste en las inmensas desigualdades educativas, y su solución en eliminarlas? ¿O se trata, para los empleadores, de obtener fuerza de trabajo con la calificación específica para una demanda muy concreta?
5 Iguíñiz, Javier: “Comentario a Rosemary Thorp: Razones de la desigualdad”, en Gonzales de Olarte, Efraín (editor), op. cit.
6 Véase, por ejemplo, el artículo de Alfredo Torres “La paradoja del crecimiento infeliz”, en <http://www.elcomercio.com.pe/edicionimpresa/Html/2008-12-02/la-paradoja-...
7 Zapata, Antonio: “Los pueblos jóvenes ante la modernidad de Lima”. Márgenes: Encuentro y debate número 2, p.117. Lima, octubre de 1987. Cursivas agregadas.
Fuente: Ideele Revista Nº 229