sábado, 20 de noviembre de 2010

La Historiografía de la Independencia: Entre el establishment intelectual, “borrachera nacionalista”e “interpretaciones marxistas de nuestra historia”

Bicentenario: De la Historiografía a la Conciencia Histórica
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Autor: José Luis Rénique*

I

La proximidad del bicentenario remueve mis propias memorias del sesquicentenario patrio. Un evento que acaso hubiese pasado desapercibido para un joven estudiante de dieciocho años como yo de no haber sido por un breve texto que, al cuestionar las tesis centrales de la “versión oficial” de la independencia del Perú, logró convertir aquella celebración en un notable debate del que seguimos hablando cuatro décadas después. Como un “esquema tentativo” lo titularon sus autores, Heraclio Bonilla y Karen Spalding,1 el cual proponía ideas suficientes para sembrar la duda sobre una nutrida conmemoración que incluía la publicación de una voluminosa colección documental que estaba llamada a convertirse —en palabras de José Agustín de la Puente y Candamo— en “el gran suceso bibliográfico del siglo”.3 Cincuenta páginas de análisis versus 86 volúmenes de documentos. ¿Resultado? Una célebre polémica que —como ha observado Carlos Contreras— marcó la agenda de la investigación histórica peruana de las décadas siguientes.4 Disquisiciones historiográficas aparte, el incidente nos recuerda el potencial de las efemérides patrióticas para hacer del pasado tema de debate actual: nudos simbólicos del incesante proceso de búsqueda de una memoria común, en que tanto como los méritos historiográficos importa en qué medida se siente reflejada la colectividad en la versión de su propia historia que le ofrecen los funcionarios o los profesionales encargados de manufacturarla. Más que nunca se hace evidente en esas oportunidades que —como decía Benedetto Croce— “toda historia es historia contemporánea”.

II

Grabada a fuego en nuestra memoria, la solemne imagen del general José de San Martín declarando la independencia del Perú en la Plaza de Armas de Lima aparece como la imagen misma de nuestro nacimiento como nación. Hay que mirar a México —el otro gran centro virreinal hispanoamericano— para entender que la elección del 28 de julio de 1821 como el día de la patria ha sido y es, fundamentalmente, una opción política.5 Septiembre 16 de 1810 —punto de inicio del derrotado levantamiento del padre Hidalgo— y no el 28 de septiembre de 1821 —cuando se consuma el proceso independentista bajo el liderazgo de Agustín de Iturbide— es ahí la fecha elegida. ¿Podría ser Pumacahua nuestro Hidalgo siendo Iturbide nuestro San Martín? ¿Significa la opción por este último una imposición criollo-costeña a una nación diversa que se hubiese identificado más plenamente con la gesta del primero?

Ya en 1826, de la inexistencia de una voluntad colectiva se lamentaba el liberal arequipeño Benito Laso. Conspiraciones, movimientos parciales, “sacudimientos del común letargo” —afirmaba— se habían sucedido, pero sin poder “comunicar su acción a la maza jeneral de los peruanos.” ¿Cómo explicar dicha inmovilidad en medio de la “ajitación americana”? ¿Cómo explicar que se hubiese olvidado el “ejemplo de osadía” de Túpac Amaru? Explorar ese “misterio” —reconoció Laso— nos llevaría a un “descubrimiento” que “no nos sería honroso.” El peso de ese “misterio” quedaría sepultado por el tráfago de los inicios republicanos: de la “anarquía” caudillesca a la “prosperidad falaz” guanera y la “república práctica” civilista. Dos trágicos sucesos habrían de reavivarlo: la rebelión indígena de Huancané y, por cierto, la Guerra del Pacífico.

Otros dos convencidos liberales —Juan Bustamante y Manuel González Prada—articularían a partir de ellos discursos impugnadores de la república sanmartiniana. Pagó con su vida el primero sus intentos de darle una salida negociada a la protesta indígena altiplánica; verbalizó el segundo la amargura de la derrota ante las fuerzas chilenas. Coincidieron ambos en una formulación que contradecía el sentido mismo de la fundación de 1821: que no eran las poblaciones blanco-mestizas de la franja costera sino las vastas masas indígenas de la serranía quienes formaban el “verdadero Perú.” No era otro el “misterio” del Perú del que hablaba Benito Laso: que se trataba de una república fundada de espaldas al Ande, a partir de la exclusión de sus mayorías indígenas.5

Con José de la Riva Agüero a la cabeza, los “arielistas” de inicios del siglo XX responderían a González Prada ampliando y remozando el primigenio modelo republicano. La sierra, el indio, el Inca Garcilaso y la visión de un Perú mestizo entraron en su discurso, que, de otro lado, apostaba a una oligarquía ilustrada como fórmula de gobernabilidad y a la forja de un “alma nacional” como el eje articulador de una colectividad atravesada por profundas divisiones socioculturales que el paso del tiempo se encargaría de diluir.

En manos de Augusto B. Leguía recaería la responsabilidad de traducir en plan político las tesis de Riva Agüero y sus amigos arielistas. Indigenismo, antigamonalismo y descentralismo alentaban su propuesta de una “patria nueva”, sin que esto implicara, por cierto, debate alguno sobre la naturaleza costeña y centralista de la república centenaria. A relegitimar al estado oligárquico, refrescando su repertorio de “próceres” y “padres fundadores” apuntaría, de tal suerte, la magna y dispensiosa celebración de 1921.

A la emergente generación amautista le correspondería desnudar las insuficiencias de esa visión. Potenciado por las corrientes revolucionarias de la época reaparece en sus textos el espíritu del gonzalezpradismo como una formidable interpelación a la trayectoria toda de la república liberal: minimizando la trascendencia de 1821 concibe la primera centuria independiente como la mera continuidad del tiempo colonial. Por la admisión de su condición de “pueblo de indios” —sostendría Luis E. Valcárcel— pasaba la transformación del Perú en una verdadera nación.6 ¿Proponían un “nacionalismo andino” alternativo o apuntaban, más bien, a “peruanizar al Perú” trascendiendo los marcos de la peruanidad oligárquica?

III

La obra de tres autores fundamentales —Luis Alberto Sánchez, el ya mencionado Valcárcel y Jorge Basadre— expresa la voluntad de acomodar al marco republicano las elaboraciones radicales de los años veinte. Ya en 1927 llamaba Sánchez a desoír los excesos gonzalezpradistas y a refutar un indigenismo que —como el de Valcárcel— escindía en lugar de construir al proponer al indio como el protagonista único de la “transformación total del Perú;” criticando, de otro lado, a los arielistas, quienes, “bajo el disfraz de una prédica idealista”, rendían culto al más “parvo materialismo,” rindiéndose, asimismo, al giro autocrático iniciado con Leguía y proseguido por Sánchez Cerro y Benavides.7 Empezaba Valcárcel, de otro lado, el proceso que lo llevaría del indigenismo radical a la antropología aplicada, lo que suponía dotar al Estado con los mecanismos de “integración de la población aborigen” que diluyeran los “peligros” resultantes del resentimiento generado por la exclusión y el desprecio étnico.8 Refutando el nihilismo de González Prada tanto como el reaccionarismo de Riva Agüero, Jorge Basadre, por su parte, reafirmaba su llamado a construir una “república en forma” como marco imprescindible para la cristalización de la aún incumplida “promesa” de la “vida peruana”; visión dentro de la cual aparecía el “verdadero Perú” gonzalezpradiano como un “Perú profundo” por “peruanizar”.9

Y, sin embargo —acicateado por la exclusión y el centralismo—, como un caudaloso río subterráneo, seguiría reverberando el espíritu del “amautismo” radical de los años veinte. De los literatos más que de los historiadores vendrían sus grandes textos. Ciro Alegría, José María Arguedas y Manuel Scorza —para mencionar a los más distinguidos— recordarían a los lectores urbanos cuán indio era el Perú y en qué medida seguía siendo la sierra el verdadero Perú a pesar de su decreciente peso demográfico y económico. La movilización campesina de inicios de los sesenta acrecentó la verosimilitud de esas seductoras ficciones. Los poemas de Javier Heraud o las páginas del Tierra o muerte de Hugo Blanco testimonian el impacto de la insurgencia rural en una nueva generación de radicales que eventualmente se propondría —como si nada hubiera cambiado en el país— retomar “el camino de Mariátegui”. Ni el propio Ejército habría de escapar de dicho influjo campesinista. Instaurando a Túpac Amaru II como precursor de una lucha independentista —cuya dimensión social, económica y cultural había quedado trunca y que, ahora, ellos prometían completar— buscarían los golpistas de octubre del 68 dotar de respaldo nacional al proyecto político liderado por el general Velasco.

IV

Con esta contradictoria acumulación llegábamos al sesquicentenario. A una comisión de distinguidos historiadores encargaría el gobierno “revolucionario” la organización de una magna celebración. Una réplica ampliada del centenario cuya nutrida agenda concurría a un bien definido objetivo: presentar a la independencia de 1821 como un acontecimiento realmente nacional; como la concreción efectiva de una amplia “voluntad general” producto de la convergencia de los anhelos populares, de la lucha ideológica de los próceres criollos y la solidaridad continental de los jefes militares foráneos.

Planteamiento que Bonilla y Spalding describirían como un intento de legitimar el presente a través de la manipulación del pasado; como una operación de encubrimiento concebida por los descendientes de los falsos próceres de 1821 destinada a cerrarle el paso a la “urgente búsqueda de una nueva identidad” por parte de sectores emergentes ávidos de inclusión y reconocimiento. No ocultaba Bonilla sus objetivos ideológicos: destruir —según reveló en una entrevista publicada a inicios de 1972— la “nacionalidad oligárquica” propiciando el surgimiento de una “conciencia histórica al servicio de la liberación del hombre”. Si para algunos había que agradecer el surgimiento de “voces diferentes y perturbadoras” en medio de tan nefasta “contaminación ambiental” (Pablo Macera), llamaban otros a impedir la difusión de “interpretaciones marxistas de nuestra historia” que apuntaban a restarle méritos a quienes nos habían legado la libertad (El Comercio).10 El hilo de la discusión se pierde bajo el alud de intercambios en que no estuvo ausente la sátira, el insulto y el macartismo.

¿Cómo explicar el inusitado impacto del “esquema tentativo” de Bonilla-Spalding? Acaso, más que de su profundidad historiográfica, provenía del hecho de pasarle factura al establishment intelectual por haber pretendido imponer —apoyándose en esta ocasión por un masivo trabajo de edición documental— una versión de la fundación nacional que desplazaba a las márgenes a las elites regionales, a las provincias y a los sectores populares; arrebatándoles así el control del pasado y abriendo un curso cuestionador de insondables consecuencias ideológicas. ¿Habremos de ser testigos en el 2021 de una polémica similar?

Una “revolución historiográfica” (Peter Klaren) media entre nosotros y el sesquicentenario.11 No es posible, a la luz de sus hallazgos, reiterar los simplismos patrioteros —tanto como su contraparte marxista— de 1971. Ha revelado esta, por el contrario, la singular complejidad del proceso emancipatorio en el Perú, incidiendo en las maneras peculiares en que los líderes criollos peruanos procesaron su patriotismo: vía la búsqueda de soluciones políticas más que militares como buenos habitantes de la más prominente “ciudad letrada” sudamericana. Desde ese punto de partida, el siglo XIX no es más ese páramo histórico dominado —como decía González Prada— por “bárbaros de la espada,” mera continuidad de la dominación colonial, sino un tiempo de vital experimentación. Y de esa esa acumulación historiográfica deriva una más densa y compleja comprensión del fenómeno republicano. Como el marco inevitable del proceso político del Perú independiente aparece hoy la república fundada por San Martín. Y a la par con ello, a partir de su exploración desde la periferia del sistema político, nos recuerdan otras vertientes las dramáticas luchas desplegadas para alterar su elitismo inveterado y su distintiva precariedad. Aunque las naciones se construyen desde arriba — como ha observado Eric Hobsbawn—, a menos que se les analice también desde abajo —esto es, considerando los anhelos e intereses de la gente común— no puede ser cabalmente entendido su desarrollo.12

¿Es traducible esta renovación historiográfica en una sólida conciencia histórica capaz de responder a nuevos intentos de manipular el pasado en concordancia con intereses particulares? No necesariamente. Difícil vaticinar, en todo caso, el contexto político en que tendrá lugar la celebración. Es de esperarse, por supuesto, que se haya perfeccionado la promisoria democracia de que gozamos. A los propios profesionales de la Historia, asimismo, cabe una responsabilidad fundamental: que la visión de una nación múltiple y diversa forjada en archivos y bibliotecas interactúe con las experiencias colectivas generando un mutuo proceso de enriquecimiento, un imprescindible diálogo entre compatriotas que prepare las condiciones para responder —tanto desde la academia como desde la opinión pública— a cualquier intento de reedición de la “borrachera nacionalista” de 1971. ¿Será suficiente la próxima década para acometer esta tarea fundamental?

* Estudió Historia en la Pontificia Universidad Católica del Perú y en la Universidad de Columbia, Nueva York. Actualmente es profesor principal en City University of New York.
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1 “La Independencia en el Perú: las palabras y las cosas”. En Heraclio Bonilla y otros, La Independencia en el Perú. Lima: Instituto de Estudios Peruanos, 1972, pp. 15-64.
2 Puente y Candamo, José Agustín de la. “La historiografía peruana sobre la Independencia en el siglo XX”. En Scarlett O’Phelan (comp.), La independencia del Perú. De los borbones a Bolívar. Lima: PUCP, IRA, 2001, pp. 11-27.
3 “La independencia del Perú. Balance de la historiografía contemporánea”. En Guadalupe Soasti Toscano (comp.), Política, participación y ciudadanía en el proceso de independencias en la América andina. Quito: Fundación Konrad Adenauer, 2008, pp. 13-39.
4 Brading, David. Los orígenes del nacionalismo mexicano. México: Ediciones Era, 1980.
5 Laso, Benito. “Exposición de Don Benito Laso en pro de la permanencia de Bolívar en el Perú”. En Raúl Ferrero, El liberalismo peruano. Contribución a una historia de las ideas. Lima: Tip. Peruana, 1958.
6 Valcárcel, Luis E. Tempestad en los Andes. Lima: Empresa Editora Amauta, 1927.
7 Sánchez, Luis A. “Colofón” a Tempestad en los Andes, pp. 177-183 y Balance y liquidación del Novecientos. Lima: UNMSM, 1968.
8 Valcárcel, Luis E. Mirador indio. 2ª serie. Lima: Imprenta del Museo Nacional, 1941, pp. 144-147.
9 Basadre, Jorge. Perú, problema y posibilidad. Lima: Fundación Manuel J. Bustamante de la Fuente, 1994, pp. 161 y ss. y La promesa de la vida peruana. Lima: Editorial Juan Mejía Baca, 1958. Véase también Candela Jiménez, Emilio. “La promesa de Jorge Basadre: el Partido Social Republicano en la coyuntura de 1945-1948”. En Historia y Cultura, vol. 25, pp. 287-307.
10 Morán Ramos, Luis Daniel. “Borrachera nacionalista y diálogo de sordos: Heraclio Bonilla y la historia de la polémica sobre la independencia peruana”. En www.edhistorica.com/.../2_Heraclio_Bonilla_y_la_historia_de_la_polemica_sobre_la.pdf.
11 Véase al respecto: Drinot, Paulo. Historiografía, identidad historiográfica y conciencia histórica en el Perú. Lima: Universidad Ricardo Palma, 2006.
12 Hobsbawn, Eric. Nations and Nationalism since 1780. Cambridge: Cambridge University Press, 1990, p. 10.

Fuente: Revista Argumentos (IEP)

Este artículo debe citarse de la siguiente manera:

Rénique, José Luis. “Bicentenario: de la historiografía a la conciencia histórica”. En Revista Argumentos, año 4, n° 4. Setiembre 2010. Disponible en http://www.revistargumentos.org.pe/index.php?fp_verpub=true&idpub=374 ISSN 2076-7722
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viernes, 29 de octubre de 2010

Gustavo Gutiérrez: erudición humanista y pensamiento universal.

Gustavo Gutiérrez

Por: Sinesio López Jiménez (Sociólogo)

Gustavo Gutiérrez es uno de los pocos peruanos universales. En esta época de los conocimientos especializados, Gustavo destaca por su erudición humanista. Se mueve con mucha facilidad y solvencia en diversos campos del saber. Conoce a los clásicos en su propio idioma, sea este el griego o el latín, discute con pasión diversos tópicos de la filosofía, trata con erudición los temas de la psicología y del psicoanálisis, está al día en los grandes debates de las ciencias sociales, especialmente de la sociología, la política y la cultura y se desplaza con fruición en el vasto campo de la literatura. En la feria internacional del Libro de Guadalajara en el 2005, en la que el homenajeado era Mario Vargas Llosa, Gustavo Gutiérrez fue invitado a disertar primero sobre la poesía de Vallejo y luego sobre las novelas de Arguedas. La sala de conferencias se llenó de bote a bote y deslumbró al auditorio que lo aplaudió con entusiasmo. Los jóvenes lo rodearon para felicitarlo y para tomarse unas fotos con él.

Como si todo lo anterior fuera poco, estudió también Medicina en San Fernando de la UNMSM. El campo en el que se mueve, sin embargo, como pez en el agua es la teología en la que ha producido una revolución copernicana. La Teología de la liberación (1971), su libro más conocido, es un discurso sobre Dios desde el pobre. Dios es mirado, no desde el poder, desde la jerarquía eclesiástica que dictamina sobre verdades y herejías y que condena y castiga a los herejes para mantener el orden, sino desde el pobre que se atreve a decir su propia verdad para entenderse a sí mismo, cambiar su situación de desamparo y reordenar el mundo. Es el diálogo entre el ser y la nada para producir algo: la historia de los que nunca la tuvieron porque los derrotados no han tenido derecho a la memoria. En la presentación del libro de homenaje que la PUCP acaba de publicar con motivo de sus 80 años, Gustavo Gutiérrez sostuvo, recordando unos versos de Marco Martos, que la teología de la liberación discurre entre el silencio y la palabra.

En el seno de la Iglesia Católica se han producido muchos discursos a lo largo de su historia. En el medioevo, por ejemplo, junto al discurso teocrático y monárquico (el poder viene de Dios) surgieron los discursos conciliaristas que postulaban la elección de las autoridades eclesiásticas por la asamblea de los fieles y que jugaron un papel decisivo en el debate entre la Reforma y la Contrarreforma, uno de los grandes acontecimientos intelectuales que ha vivido la humanidad en los albores del mundo moderno.

Como todo speach-act (acto del habla), la teología de la liberación no puede ser entendida sin el contexto en el que se produce y con el que dialoga. Ese discurso acompaña el proceso de aggiornamento de la Iglesia Católica desatado por el Concilio Vaticano II en el mundo e impulsa el tránsito de la Iglesia conservadora a la reformista en el Perú de los 60 y los 70. Estos cambios permitieron que la Iglesia no sólo tuviera fieles, sino también un público producto del diálogo abierto entre los fieles y los curas, entre la crítica de la razón y la autoridad de la fe. Los párrocos comenzaron a celebrar las misas de cara al público en el idioma de este.

El libro más famoso de Gustavo Gutiérrez (Teología de la liberación), que ha sido traducido a 20 idiomas, abrió las puertas a la coyuntura intelectual de los 80 en la que se publicaron un conjunto de libros que trataban diversos aspectos de las clases populares cuyo protagonismo produjo una larga coyuntura social (1950-1980) que, en su etapa final (1975-1980), impulsó a su vez junto a otros actores (partidos y sectores institucionalistas de las FFAA) la coyuntura política de la transición democrática de 1978-1980. Estas diversas visiones fragmentadas de las clases populares no culminaron, sin embargo en una visión global e integradora del Perú ni tuvieron el remate político de un gobierno popular y democrático.

Fuente: Diario La República. Vie, 22/10/2010.

sábado, 7 de agosto de 2010

Autoritarismo y racismo en el Perú. Cultura reaccionaria o negacionismo político.

La tentación autoritaria en el Perú

Por: Alberto Adrianzén Merino (Sociólogo y periodista)

Los ataques a la congresista nacionalista Hilaria Supa bien pueden ser un punto de inflexión que marque el inicio de un nuevo talante de las élites en este país. Y si bien todos estos años hemos tenido manifestaciones racistas, las ultimas, como nunca, han estado ligadas a la política. El argentino Natalio Botana ha dicho que representar (políticamente) es “hacer presente una cosa”. Por ello no nos debe extrañar que hoy día el autoritarismo busque que los sectores populares no tengan representación política. La propuesta autoritaria, en este contexto, apunta a la construcción de una sociedad en la cual el conflicto, que se deriva de la diversidad de intereses, muchos de ellos contrapuestos, sea visto siempre como una amenaza que hay que combatir. Es el camino a una sociedad homogénea, una suerte de fascismo criollo, que cree encontrar en todo adversario a un enemigo que es necesario liquidar. Sin embargo, el autoritarismo de las élites no sólo se debe a este temor por las clases populares sino –también- a este otro temor que se ponga fin a un modelo económico y a una democracia elitista que es, justamente, la nutriente de su espíritu autoritario y de sus privilegios. Lo que se viene en el corto plazo es la defensa cerrada de todo ello.

Una de las consecuencias más visibles y nefastas del régimen fujimorista es que legitimó al autoritarismo como una suerte de cultura política, pero también como una manera de gobernar y en la cual la violencia fue uno de sus componentes más importantes. Carlos Tapia ha dicho, más de una vez, que el fujimorismo fue, en cierta manera, una proyección del senderismo en la política al encontrar en la violencia, como sucedió con el senderismo, una de sus fuentes de legitimación del poder.

Por eso el autoritarismo no sólo lo debemos entender, como plantea Adam Przeworski (1986), como la capacidad de un aparato de poder de ejercer un control ex ante y un control ex post sobre la sociedad; es decir, la capacidad de ejercer un control real tanto sobre los procedimientos como sobre las decisiones al mismo tiempo. Los procesos electorales bajo regímenes autoritarios, como sucedió en los años del fujimorismo, son buenos ejemplos de esta definición. Sin embargo, el autoritarismo debe ser entendido también como un pacto de dominación entre ese aparato de poder y las élites como consecuencia de la mayor o menos intensidad que asume el conflicto social entre las clases. Por ello, el autoritarismo tiene varias dimensiones: es un estilo de gobernar, es una manera de disciplinar a los sectores populares y, en algunos casos, una política orientada a cambiar el patrón de acumulación y al propio Estado. Su fuerza, es decir su capacidad de ejercer más o menos violencia, va a depender de la intensidad del conflicto entre los distintos grupos sociales pero también de la correlación de fuerzas entre los actores políticos. Dicho de otra manera: Fujimori no es Pinochet, pero ambos cumplieron roles similares.

Por eso, lo que diferencia entre un régimen autoritario de otro democrático es la manera en que ambos, como se dice, domestican el conflicto social. Mientras que el primero usa la violencia como principal mecanismo y la corrupción o, simplemente, la desaparición de las instituciones basadas en el derecho, el segundo, el democrático, lo hace de acuerdo a ley y en el respeto a los derechos ciudadanos. Sin embargo, creo que en el caso peruano el otro componente que explica el autoritarismo es el racismo. Ahora bien, si se acepta lo dicho, la pregunta es por qué es posible vincular autoritarismo y racismo.

La cultura reaccionaria

Acaso lo más sorprendente de lo que hoy podemos llamar el “caso Supa” no sea tanto las columnas que se han escrito en contra de esta congresista nacionalista sino, más bien, el apoyo, directo e indirecto, que vienen recibiendo estas posiciones. Y, si bien se puede destacar como dato positivo la reacción contraria -mayoritaria por cierto- que este hecho ha suscitado en diversos medios y grupos, es importante continuar con este debate porque el mismo encierra algunas claves que nos ayudan a entender la actual situación que tiene como uno sus componentes la ofensiva de una extrema derecha que levanta nuevamente las banderas del autoritarismo y, también, del racismo.

Aníbal Quijano ha dicho que el principal factor de legitimidad para seguir segregando y explotando a la mayoría de peruanos como también el principal argumento de las clases dominantes para continuar en el poder es el racismo. Así, raza, poder, dominación y explotación son pues conceptos útiles para entender el pasado y presente tanto del país en su conjunto como de las élites.

Es cierto que el racismo es como la marea. Hay momentos en que sube como también hay épocas en que baja. Los años setenta bajo el gobierno de Velasco, por ejemplo, fueron tiempos en que el racismo bajó de nivel. Hoy estamos en tiempos de marea alta.

En este contexto la pregunta es la siguiente: por qué el racismo persiste en nuestra sociedad o, mejor dicho, por qué las prácticas y los discursos racistas son como las mareas: van y vienen, y por qué son fuente para legitimar una dominación.

Hace algunos años, Fernando de Trazegnies expuso en diversos trabajos –todos ellos de gran calidad- su tesis de la “modernización tradicioanalista” para entender la historia del país. Esta idea, que bien se puede resumir en la metáfora que nos dice que las élites eran capitalistas (o modernas) en la sala de su casa pero feudales en la cocina, señala que el conservadurismo de estas élites era lo que dificultaba o impedía la modernidad en el país. Las ideas modernas (o los procesos de modernización y modernidad), al pasar por lo que este mismo autor llama “las aduanas ideológicas” de estos grupos, cambiaban de signo al ser absorbidas conservadoramente. Para emplear una frase de José Carlos Mariátegui: eran burgueses con espíritu feudal. Así, el liberalismo y su proclama de igualdad y libertad, por ejemplo, fue empleado, como también dice de Trazegnies, para defender la semiesclavitud de los llamados “coolíes” chinos. El fundamento era la libertad de contrato.

Sin embargo, lo que hay que señalar es que en el país lo que existe no es un grupo social conservador que cada cierto tiempo se refuncionaliza ideológica y políticamente, es decir, que absorbe conservadoramente las ideas de la modernidad para seguir en el poder, sino más bien una cultura reaccionaria y elitista que perdura en el tiempo y que termina por impregnar y darle sentido a los procesos de modernización y a los diversos grupos que han ocupado en momentos distintos el poder.

Lo que quiero decir es que esta cultura reaccionaria –que tiene como expresión política el autoritarismo- tiene también como uno de sus fundamentos el racismo. Dicho en otros términos, es reaccionaria porque es racista y autoritaria, y no porque sea solamente conservadora; porque reacciona frente al otro racistamente, porque lo considera inferior o, simplemente, porque lo ignora o lo reprime. Por ello racismo, poder y violencia son parte de una misma cadena que busca legitimar la dominación de las élites en nuestro país. Y si el racismo persiste y se hace más público, como sucede hoy, es porque la desigualdad y la pobreza aumentan, lo mismo que la segregación social y los privilegios y porque, además, existen guetos sociales en los cuales las élites se han “atrincherado”. Las murallas que hoy rodean a estos guetos y lo que está adentro, son las mismas murallas (por no decir causas) que impiden reconocer al otro como igual. El racismo, por ello, tiene que ver también con la cuestión social, es decir con las desigualdades y con la pobreza.

Bolsillos y autoritarismo

Por eso el autoritarismo está ligado también a lo que podemos llamar los bolsillos de las élites. Marx decía que el nexo principal entre los capitalistas y la sociedad es el bolsillo y eso, justamente, es lo que busca resolver el autoritarismo: que el vínculo no sea amenazado y menos roto. En este contexto, el autoritarismo es, como hemos dicho, un pacto de dominación con las élites dominantes y que, el caso peruano durante la época del fujimorismo, incluyó subordinadamente a los más pobres.

Ese pacto se mantuvo en esta década. La democracia volvió pero lo que no cambió fue el modelo económico que era el fundamento último del pacto autoritario1. No es extraño que en todos estos años hayamos visto cómo la tecnocracia fujimorista transitaba fácilmente de un régimen autoritario a otro democrático, como tampoco la protección de los intereses empresariales tanto como en uno como en otro régimen.

El 2006 fue un año distinto. Y es que los comicios de ese año en el Perú, al igual que los de Bolivia el 2002, permitieron que las diversas fracturas (política, social, económica, cultural, étnica y regional) se expresaran en toda su magnitud. En Bolivia esas fracturas, que siguen alimentando los enfrentamientos en ese país, llevaron a la caída primero del presidente Gonzalo Sánchez de Lozada, en octubre del 2003, luego a la renuncia del también presidente Carlos Mesa en junio del 2005 y, finalmente, al triunfo indiscutible de Evo Morales en las elecciones presidenciales de diciembre de ese mismo año.

Sin embargo, lo más importante de ese año no fue sólo que estas fracturas y malestares se expresaran electoralmente vía la candidatura de Ollanta Humala sino –también- que ese malestar, luego de ese año, esté siendo organizado políticamente para poner a fin a dichas fracturas. Si en 1990 las élites, luego del fracaso de Mario Vargas Llosa, decidieron copar y cooptar a Fujimori y a su gobierno porque se sentían amenazados, hoy, por razones distintas, sienten lo mismo. El pacto de dominación está en cuestión y eso es lo que define su comportamiento.

Lo que hemos tenido todos estos años es esta extraña mezcla entre continuidad del modelo económico neoliberal y los intentos abiertos por imponer una cultura reaccionaria que tiene como uno de sus estandartes, curiosamente, al Opus Dei. Ello demuestra, claramente, el poco interés de estas élites por encabezar un proceso de modernización y modernidad de signo democrático y explica por qué hoy ese discurso autoritario es más violento. La presencia del componente racista, como lo demuestra el caso de Hilaria Supa, da cuenta de estas pretensiones que bien pueden acabar construyendo una suerte de fascismo criollo para construir una democracia que podemos calificar de censitaria.

Y es que en realidad detrás de este debate está, justamente, esta otra pretensión de excluir a los sectores más pobres –que simboliza la congresista Supa- de la democracia peruana. No es extraño que estos mismos sectores sean los que propongan la eliminación del voto obligatorio para “mejorar”, según ellos, la “calidad” del congreso cuando esa no fue, por ejemplo, una preocupación en el parlamento fujimorista. En realidad, lo que se busca, porque así lo han dicho varias veces, es excluir a los más pobres de las elecciones para que no voten por candidatos que desafíen sus intereses y sus privilegios.

En este contexto, lo que estamos viviendo en el país, sobre todo luego del juicio a Alberto Fujimori, es una ofensiva que busca convertir el escenario electoral del 2011 en un campo de batalla donde tenga lugar una suerte de “guerra civil política”. Por ello, hoy la derecha más reaccionaria vuelve los ojos al fujimorismo como una opción de contención, pero sobre todo como una fuerza política, como lo fue en la década de los noventa, capaz nuevamente de disciplinar el comportamiento de las clases populares. Lo que se busca, finalmente, como hoy sucede en otros países andinos, es impedir que los sectores populares construyan su propia representación y una nueva identidad que les permita ser una nueva mayoría política en el país.

Colofón

Soy un convencido de que la inmensa fractura que se visibilizó en el año 2006, bajo este modelo económico y esta democracia, será difícil, por no decir imposible, de cerrar. Por eso lo que debemos esperar para los próximos tiempos, más aún si le sumamos el impacto de la crisis económica, es el incremento de la conflictividad social y de la polarización política e ideológica. Pensar, por ello, en una democracia que obvie este conflicto y esta polarización es, simplemente, un error, por no decir una ingenuidad.

Negacionismo y lumpen intelligentzia

Negacionismo es la reinterpretación de la historia o la realidad a través de un prisma interesado en la promoción de una causa. Generalmente, se trata de “negar”, bajo parámetros intelectuales, hechos que por su propia naturaleza afectan intereses concretos.

Es, por ejemplo, decir que en la segunda guerra NO se produjo un holocausto y, aunque parezca mentira, hay grupos organizados para eso. Afortunadamente, el sólo hecho de negar públicamente este registro histórico es delito en la mayoría de países europeos.

En nuestro país, lamentablemente, el negacionismo no es delito. Por eso es que se afirma una tendencia tenebrosa a negar la realidad, a rechazar la existencia de bases para la conflictividad social, a menospreciar culturas de peruanos que representan realidades gravitantes en nuestra historia, a subvalorar la capacidad de otros de formar parte del destino del Perú en igualdad de condiciones y a negar conceptualmente los derechos humanos. Y es que los pobres, como dice Juan Pablo II en su Encíclica Centesimus Annus,son vistos por algunos como un “fardo pesado”.

La negación de la Comisión de la Verdad es otro ejemplo impactante de la cultura autoritaria, como si el eje central de dicha comisión hubiera sido concentrarse en los abusos de las fuerzas del orden y no en el esclarecimiento del horror que vivió el país durante 20 años por causa del terrorismo. Evidentemente, la estrategia subyacente es negar la historia si ella afecta colateralmente la noción de la violencia como método válido para gestionar la solución de conflictos desde las alturas del poder.

¿Por qué ocurre eso en el Perú? ¿Qué conexión mental defectuosa se orienta a desprestigiar, por ejemplo, a quienes se dedican a luchar por los derechos humanos? ¿Por qué eso logra un relativo éxito en determinados sectores, incluso educados?
Es difícil de creer que la idea de una Comisión de la Verdad, tan exitosa en países como Mozambique o Chile, haya sido tan vilipendiada en el Perú y con derroche de vocinglería. Impacta, igualmente, la curiosa especie de que “no estamos preparados para un Museo de la Verdad”.

Una cultura política elemental nos enseña que cualquier persona, sea de derecha, centro o izquierda,puede identificarse con una cultura de promoción y protección de los derechos humanos, como lo demuestra Mario Vargas Llosa, identificado con una posición políticamente liberal y conservadora y que, sin embargo, es un celoso defensor de esos derechos a nivel global.

No es esta la tendencia mayoritaria en el Perú, por suerte, pero la afirmación de una cultura autoritaria como el principal legado de la década pasada se percibe a cada instante, con grave daño para el tejido social del país.

Y el favor que se le hace a la derecha, que es una opción política válida, es realmente flaco y consiste en sus dificultades para hallar un espacio político diferenciado. En efecto, los “filósofos” del autoritarismo, que sociólogos de los setenta bautizaron como el “lumpen intelligentzia”, tienden a apropiarse de la zona conservadora y liberal con los riesgos que cabe imaginar para la viabilidad de esas opciones. (hf)

REFERENCIAS

(1) En este contexto el fujimorismo fue un producto de la crisis económica y de la violencia política (o terrorismo) y mucho menos consecuencia de la crisis política de los partidos ya que era lo primero y no lo segundo lo que amenazaba la reproducción de las clases dominantes.

Fuente: Le Monde diplomatique Año III, Número 25, Mayo de 2009. edición peruana (El Dipló).

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DISIDENCIAS, blog de Alberto Adrianzén.