La igualdad
abstracta
La desigualdad es denunciada por doquier; acusada de todos los males: desde la
injusticia hasta la conflictividad social, y así se construye el conocido
escenario de víctimas y victimarios, de héroes y villanos. Sin embargo, luego
de revisar someramente publicaciones recientes hechas en el país en este campo,
pienso que es una problemática falaz, pues carece de todo contenido preciso, y
se define como lo contrario de un imposible: la igualdad abstracta. Porque,
¿a qué igualdad se alude —implícitamente— al hablar de desigualdad? En verdad,
a ninguna; ello produce una fatal indeterminación, pues todo puede ser
visto como desigualdad.
Esta retórica
nos viene de una agenda dada por el mundo occidental moderno, que se autoimpuso
una ideología de homogeneidad, y que —si obviamos sus costos— fue en gran
medida exitosa: un mundo encerrado bajo el Estado-Nación, donde una verdad
oficial se imponía sobre diferencias políticas y económico-culturales,
incluyendo las religiosas. Éstas pasaron a un plano muy secundario y/o fueron
sustancialmente silenciadas. Autodefiniéndose estas sociedades desde los
individuos, fueron reconocidas solamente las diferencias que aparecían como
cuantitativas, cada vez menos de tipo adscrito, y crecientemente de tipo adquirido,
por lo que pasaron a verse como desigualdades. Es decir, no se trataba
de diferencias constitutivas sino contingentes, variables a lo largo de las
generaciones y pasibles de reducción, si no de eliminación. Para demostrarlo,
ahí estaría el Estado de Bienestar.
En una sociedad
como la peruana, las condiciones son marcadamente otras; una sociedad
constituida por segmentos, donde uno estaba claramente subordinado al otro en
los campos productivo, político y religioso. Hablar entonces de “desigualdades”
esconde que en verdad tenemos brechas, abismos de poder, exclusión,
segregación, lógicas productivas disímiles, distancias inmensas en fuerzas
productivas, etcétera. Es construir un imposible horizonte de igualdad
para entender el pasado y el presente, e imaginar una meta que no guarda
relación alguna con las posibilidades reales.
La distancia que
media entre estos planteamientos teóricos y las realidades de un país como el
Perú, de por sí históricamente constituida sobre una dominación
colonial, muy heterogénea, y además en profundo cambio y crisis en los últimos
70 años, es inmensa. Por eso encontramos hoy todo tipo de dificultades para
vincular una problemática así definida con los entrampamientos del crecimiento
económico, o con la conflictividad social actual. He aquí un ejemplo de este
horizonte de igualdad abstracta:
Una niña de la
selva rural […] tiene cuatro veces menos probabilidades (0.2) de acceder a
servicios de agua potable que un niño que reside en Lima Metropolitana (0.9),
en razón de su género, lugar de residencia, el nivel educativo y los ingresos
de los padres y el grupo étnico al que pertenece. Lo mismo ocurre con el acceso
a otros servicios básicos. Los niños y niñas que enfrentan cierto tipo de
circunstancias, como ser mujer y haber nacido en zona rural o ser hijos de
padres de pocos recursos y con un bajo nivel educativo, resultan claramente desfavorecidos
en el acceso a servicios educativos, agua potable, saneamiento adecuado y
electricidad.2
Sin embargo, la
niña de la selva rural no dice “mis probabilidades de acceder a servicios de
agua potable son cuatro veces menores a las de un niño de Lima. ¡Qué
injusticia!”. (Muy posiblemente tampoco lo dirán sus padres.) A mi modo de ver,
el problema está en quién hace este planteamiento: un hispanohablante con
formación universitaria, de clase media, de procedencia urbana y moderna, que
desde una mirada relativamente equidistante de los extremos tiene algún
conocimiento de cómo viven “los de arriba” —lo que generalmente escapa del
acervo y del juicio de “los de abajo”, y participa de una concepción
igualitarista que supone un “nosotros universal”.
Fuera de estas
premisas, el argumento sobre la niña selvática rural carecerá de
inteligibilidad, o cuando menos de pertinencia. El problema es que creamos así
un horizonte de igualación imaginario, además de abstracto y ficticio,
propuesto desde un patrón urbano, moderno y de clase media. En cambio, lo
pertinente sería, en este caso, preguntarse dónde aspirará esta niña a vivir en
su adultez, con quiénes, bajo qué condiciones, y qué requerirá para ello.
Lograr, así, que esta población alcance niveles de vida superiores a los que
tiene actualmente. Pero esto nos coloca en un escenario muy diferente a la
igualdad abstracta.3
Esta visión se
ha hecho pública y hegemónica, aunque no sin arduas disputas. Hegemónica
significa que gana consenso y se convierte en una suerte de “visión oficial”;
es decir, la política la ha hecho suya. Pero podrá verse el cúmulo de supuestos
y operaciones intelectuales que es preciso activar para que tal planteamiento
—al que llamaremos “igualitarismo”— tenga sentido.
¿De qué juego se
trata?
Téngase presente que la problemática de la igualdad/desigualdad, si bien no
hace parte del liberalismo, habla su mismo lenguaje: una sociedad de individuos
que, al ser agregados, forman distribuciones. De esta manera coloca a todos, de
facto, en una suerte de competencia universal, tan dramática como
inexistente, en la que cada cual compite con todos los demás. Se descubre
entonces que en la carrera hay una gran desigualdad entre el tamaño, la
nutrición y el entrenamiento de los competidores. Más aún: mientras más
ventajas iniciales han acumulado, han sido colocados bastante más adelante que
los demás.
La pregunta es
si la vida de los unos y de los otros en verdad consiste en tal carrera.
Es decir, existiendo todas las diferencias mencionadas, ¿qué pasaría si la
carrera fuese entre los relativamente iguales, y que con los otros se tratase
de construir interdependencias selectivas, o de alejarse lo más posible? El
problema es que desde la retórica de la desigualdad no existen otros vínculos que
la gran carrera, de modo que lo que está en juego es ella, solamente
ella, y en condiciones abrumadoramente desiguales.
Muy de otra
manera, en Los caballos de Troya de los invasores (Lima: IEP, 1987),
Jürgen Golte y Norma Adams mostraron que mientras en los barrios periféricos
los migrantes no pagan alquiler y cuentan con el apoyo de una familia extensa,
los migrantes de clase media tienen que pagar por la vivienda y a una empleada
doméstica. Es decir, ambas familias cuentan con muy distintas estructuras de
gasto. Pero no se trata de hacer un inventario de ventajas y desventajas, pues
eso sería colocarlos en esa carrera que podría no ser sino una invención
nuestra. Antes bien, la migrante del pueblo joven podría ser la empleada
doméstica de la familia migrante de clase media, y la relación no sería de
competencia sino de interdependencia, más o menos conflictiva. Es decir, esta
interdependencia puede congregar todo tipo de jerarquías, prejuicios,
discriminaciones, exclusiones. Hacerles frente es algo que solo de manera muy
pálida podría expresarse invocando solamente la “igualdad”.
Veamos un
ejemplo macrosocial: el sistema educativo y su relación con el mercado laboral
y la economía en general. Por supuesto, la migración hacia las ciudades
—ya no solamente Lima— es el fenómeno por excelencia. El escenario que
enfrentarán los migrantes será, fundamentalmente, competitivo; en consecuencia,
deberán estar lo mejor preparados que sea posible para competir. Pero ¿para
competir con quiénes? No en una llanura horizontal donde entrarán todos, sino
en nichos, muy segmentadamente. La diferencia y la igualdad socialmente
significativas se darán al interior de cada nicho. A su vez, cada uno de
ellos está situado en un marco de desigualdades-brechas de un orden mucho
mayor, que abarca al conjunto; pero, nos guste o no, ¿está este orden
cuestionado colectivamente en forma significativa? Lo paradójico es que, tomada
a la letra, la retórica de la desigualdad tampoco lo hace, y antes bien —¿sin
darse cuenta?— aspira a esa utópica competencia universal; es decir, a una
utopía de cuño ultraliberal que los verdaderos ultraliberales jamás asumirán.4
La distancia que media entre los planteamientos
teóricos y las realidades de un país como el Perú, de por sí históricamente
constituida sobre una dominación colonial, muy heterogénea, y además en
profundo cambio y crisis en los últimos 70 años, es inmensa.
Desigualdad y
conflicto
Cuando se llega a este nivel de simplificación, nos encontraremos haciendo
afirmaciones que ligan la desigualdad con la frustración y el conflicto. Veamos
un ejemplo:
[…] estamos en
un proceso de generación de tensiones entre lo que la economía está ofreciendo
a la gente y lo que la educación y la salud están permitiendo a esa misma gente
en términos de aumento de expectativas, de aspiraciones y de conciencia de la
propia dignidad. Para un proceso pacífico de progreso, reducir la desigualdad
económica se convierte, pues, en un asunto capital.5
¿Es esto cierto?
El argumento afirma un curso de frustraciones en ascenso: pero ¿está dándose?,
¿hay algún estudio al respecto? Con el actual patrón de crecimiento puede haber
fuentes de frustración; pero debe haber también fuentes de “gratificación”, que
la retórica de la desigualdad ignora por completo. Por ejemplo, ¿qué significa
el incremento del comercio minorista en zonas y ciudades bajo modalidades que
antes no existían, la generalización de tarjetas de crédito, celulares y el
acceso a Internet entre las capas “C” para abajo, tanto en grandes ciudades
como en zonas calificadas de “rurales”? En medio de ellas, e incluso debido a
ellas, también pueden crecer sentimientos de insatisfacción —con lo obtenido
puedo ver mejor lo que me falta—, pero falta estudiar su carácter: indagar en
qué tipo de prácticas puede convertirse y en cuáles no. 6
Es más lógico
pensar que los conflictos emergen, más que de la desigualdad, de la conciencia
de la carencia. No basta que la carencia exista: debe ser percibida, y
sufrida, como tal. Pero para ello no se requiere de noción alguna de igualdad.
Solo se necesita saber que para tal carencia hay una salida posible, y que uno
se siente con derecho a ella. Es decir, es la conciencia de tener derechos;
de ser igual a quien sí los puede ejercer. Pero no será sino esa
igualdad lo que estará en juego. Si ese camino entraña igualaciones de facto
ello puede tener una importancia muy variable para los demandantes, pudiendo
ellos ser totalmente ajenos a las preocupaciones igualitaristas de los
estudiosos. Esto es más probable sobre todo en un contexto político como el
actual, carente de grandes temas ideológicos.
Lo que podemos
asumir, confiando en las cifras que los especialistas manejan, es que el
capital ha crecido en términos absolutos y relativos, mientras que los recursos
del trabajo más los del microindependiente han decrecido en términos relativos,
aunque puedan haber crecido per cápita en términos absolutos. En otras palabras,
los ricos se estarán haciendo más ricos (que antes); pero no necesariamente los
pobres serían más pobres (que antes).
¿Vivimos una
explosiva conciencia de desigualdad?
Reiteradamente se ha vinculado la publicidad dada a cifras de inversión, tasas
de crecimiento, reducción de la pobreza, etcétera, con la elevación de
expectativas, y a ello con el desarrollo de la conflictividad social. Sin
embargo, no hay ninguna información que corrobore tal vínculo. Lo que sí se
conoce relativamente bien es la proliferación de demandas de poblaciones
locales ante inversionistas privados, por el acceso a recursos, empleo o
servicios y beneficios diversos; pero ello está en un mundo totalmente aparte
de las cifras agregadas sobre desigualdad.
Téngase presente
que un nexo entre las cifras de bonanza y la conflictividad social implica: a)
una ciudadanía informada, b) que evalúa críticamente la información, c) que
está organizada, d) que puede traducir dicha información en demandas
específicas de redistribución, y e) que puede pasar de estas demandas a
acciones estratégicamente articuladas. ¿Se cumplen estos supuestos para la
población desfavorecida? Pareciera que no. La pregunta es, entonces: ¿Hacia
dónde mira esta población?: ¿hacia “los de más arriba”, o hacia sus vecinos?;
¿qué vivencias provoca esta comparación? Muchos de los actuales conflictos
tienen lugar entre iguales —por ejemplo, entre poblados aledaños—, o entre
empresas y las comunidades del lugar; no es la desigualdad lo que está en juego
en tales casos. Lo que menos aparecerá —si acaso alguna vez— serán conflictos
referidos a las desigualdades extremas: aquéllas que solo son visibles para
investigadores académicos y funcionarios, para quienes son las que más
inquietan. Y lo que con más probabilidad estará en el imaginario de la gente no
será la disminución de las desigualdades entre los extremos, sino el incremento
de sus posibilidades de vida.
Porque, ¿saben
los pobres cómo viven los ricos?; ¿saben cuánto “ganan”? En todo caso, ¿les
preocupa?, ¿les indigna?, ¿les subleva? ¿Les hace surgir sueños, motivaciones?
¿Cómo es con los hombres?, ¿y con las mujeres?, ¿con los adultos, los jóvenes y
adolescentes?; ¿en el corto y el largo plazo? ¿Las vivencias así generadas
están en el origen de algún conflicto, de alguna movilización? La respuesta no
es obvia; el caso es que no lo sabemos, pues no está en ninguna agenda de
investigación. Pero hace un cuarto de siglo, al filo de la mayor crisis
económica que hayamos vivido los contemporáneos, observaba Antonio Zapata:
Si se revisan
las fachadas de las casas terminadas de Villa El Salvador […] se encontrará que
sus elementos son […] el mismo modelo arquitectónico de la clase media,
adaptado a las condiciones de pobreza, con mantención de sus elementos más
significativos. […] una casa no solo expresa la condición de sus moradores,
sino también las ilusiones sociales de éstos. […] el intermediario cultural es
el albañil […] quien ha levantado las casas de clase media […] quien […] se
transforma en el agente principal de la conformación de una ideología urbana
presidida por el modelo del chalet.7
Sin embargo, la
retórica de la desigualdad no piensa en el “grupo de referencia” de Merton,
sino en el “efecto demostración” de Duesenberry, agregándole que mostrar bienes
de consumo no alcanzables incrementaría automáticamente la frustración y el
conflicto.
De ahí que en
esta retórica surja la pregunta: “¿Cuánta desigualdad resiste la democracia?”.
Es una pregunta afín a una proposición hoy abandonada: a más pobreza, más
violencia.
La igualdad como
reduccionismo
En La hora de la igualdad, la CEPAL (Santiago de Chile: CEPAL, 2011)
propone una agenda centrada en la igualdad, por las siguientes razones:
1) Promueve un
mayor sentido de pertenencia a la sociedad y, con ello, cohesión social.
2) A su vez, la
integración así lograda es condición para que la sociedad sea más productiva y
con mayor “convergencia productiva”. Oportunidades más igualitarias de
educación y empleo formal permiten mayor productividad y competitividad, y
recursos fiscales para la inversión productiva y la protección social. La
igualación en acceso a salud y nutrición reduce costos asociados a enfermedad y
desnutrición; finalmente, una mayor equidad probablemente [cursivas agregadas
GR] se traduce en menores costos de seguridad ciudadana, y en una mayor calidad
de la democracia.
3) Todo lo
anterior da mayor igualdad en voz y visibilidad política, incrementa la
capacidad de participación, diálogo, voto informado. Grupos antes excluidos
pueden ahora incidir en la redistribución de recursos y universalización de
prestaciones.
4) Es un
referente normativo para orientar la acción pública hacia la reducción de la
vulnerabilidad, acrecentada por la financiarización de la economía (pp. 43-44).
Todo esto quizá
esté moralmente muy bien, aunque sociológicamente sea sumamente especulativo.
Pero al margen de ello, ¿por qué reducir todo a una cuestión de “igualdad”? Las
situaciones aquí referidas evocan inclusión, empoderamiento, participación.
Fortalecen a colectividades que pueden entrar en una relación de equilibrio
con otros agentes, incluyendo al Estado. Pero colocar todo bajo el manto de la
igualdad distorsiona y empobrece la visión de la realidad.
Sin duda, hay
campos en los que la desigualdad, tal como se entiende en forma convencional,
tiene sentido social y político: ahí donde estamos ante diferencias de grado
que, formando un contraste o un continuo, son percibidas por los
sujetos, y están dispuestos a enfrentarlas. Pero en muchos otros no se cumplen
estas condiciones, y estamos ante otros fenómenos tanto o más
problemáticos: brechas, discriminación, exclusión, etcétera. Ahí no está en
juego igualar, sino cambiar estructuras (¿alguien se acuerda del
término?); lograr la superación de individuos y sujetos colectivos, sin
estar comparándose con nadie. En esos casos no es la igualdad lo que está en
juego, sino la estructura del poder.