Nuestro
liberalismo
Por: Alberto Vergara Paniagua (Politólogo)
PERO
HAY UNA FASE EN LA QUE EL REALISMO ES EL CORRECTIVO NECESARIO PARA LA
EXUBERANCIA DEL UTOPISMOAL IGUAL QUE EN OTROS PERIODOS EL UTOPISMO DEBE SER
INVOCADO PARA CONTRARRESTAR LA ESTERILIDAD DEL REALISMO.
E.H. Carr
“¡Bastardo e ilegítimo!”, exclama dolido de sí mismo Edmund
al inicio de El Rey Lear. El Conde de Gloucester concibió a Edmund fuera del
matrimonio y, aunque lo valora y reconoce y Shakespeare nos hace saber que es
talentoso y trabajador, nunca podrá acceder a los títulos de su padre pues
están reservados a su hermano Edgar quien, aun si vago y desleal, es su hijo
“legítimo”. Los espectadores o lectores de hoy hemos perdido de vista cuan
naturales eran estas distinciones, cuan pétreo era este orden espontáneo de la
sociedad donde el mero nacimiento marcaba ya el destino de cada individuo. El
pobre Edmund, en estricto, no era una persona, sino una mera pieza en un
estamento cuyos deberes y obligaciones quedaban plenamente identificados el día
del nacimiento.
El liberalismo fue el petardo ideológico de
aquel orden; buscaba destruir aquel régimen en el cual los individuos no
estaban a cargo de sus destinos y quería reemplazarlo con uno donde cada quién
pudiese construir su propia vida y conseguir aquello que sus talentos le
permitiesen. Ante todo, el liberalismo es una conspiración política contra las
desigualdades pretendidamente naturales en la sociedad. Y, como resultado de
este rechazo, el liberalismo aspira a la aparición del individuo político, del
ciudadano con voluntad y razón, deberes y derechos. Es el fundamento de las
revoluciones estadounidense y francesa y su ímpetu contra la monarquía:
individuos iguales y libres en un orden republicano. Volviendo a la pieza de
Shakespeare: el liberalismo reclamaría que Edmund y Edgard sean lo que sus
capacidades les permita y no aquello que la tradición les destina.
Es importante recordar este origen eminentemente
político del liberalismo. Porque el liberalismo puede tener manifestaciones
económicas (de la libertad económica más absoluta a ciertas formas de
regulación de los mercados), pero esto es secundario frente a la aspiración
primera del liberalismo que fue siempre política. Es bueno repetirlo en el Perú
de hoy: ni el liberalismo es la ideología que surge para fundamentar el
capitalismo como ha enseñado el marxismo de vulgata en nuestras universidades;
ni su objetivo último es un mercado tan libre como sea posible, como asumen
nuestros neoliberales autóctonos. Ambas miradas, secuestradas por la economía,
pierden de vista que aquello que reúne a los liberales de todo signo es, antes
que nada, el componente político de la doctrina. Pero regresaré al Perú de hoy,
a sus añejos marxistas y a sus neoliberales oxidados, más tarde.
En el Perú no hubo liberalismo como doctrina
política amplia y arraigada (como hubo en México), ni hubo partido liberal
(como en Colombia o Chile). Como en tantos sitios, más bien, hubo individuos
liberales, aislados y frecuentemente derrotados. Pero no me interesa aquí
desenterrar los nombres de Francisco de Paula González Vigil o Francisco García
Calderón, Juan Bustamante o Raúl Porras Barrenechea, los figurones, diversos y
olvidados, de nuestro liberalismo. Prefiero centrar mi reflexión sobre otro
liberalismo, algo que llamaré un liberalismo realmente existente a lo largo del
siglo XX. Me refiero al reformismo liberal, anónimo, histórico, mayoritario y
poco doctrinario que estuvo presente en el siglo XX peruano.
En el Perú, a lo largo del siglo XX, miles de
individuos defendieron y se pronunciaron en favor de dos causas centrales que
me parecen asimilables al liberalismo político. En primer lugar, la abolición
del antiguo régimen a través de una reforma agraria que otorgase ciudadanía
efectiva a millones de campesinos que en el Perú eran apenas súbditos,
vasallos, pongos, indios, pero no ciudadanos. Vale decir, buscaban implantar un
régimen político moderno de individuos iguales; una república que acabase con
una comunidad política tan naturalmente desigual como aquella que castigaba al
medieval Edmund de El Rey Lear. Y, en segundo lugar, las elecciones libres y
democráticas como forma de acceder al poder para luego, desde el Estado,
realizar las reformas que modernizasen la vida política del país. No formaban
parte de la derecha que festejaba el statu quo asegurado por eventuales golpes
de Estado, ni anhelaba el progreso que surgía del fusil comunista. Nuestros
reformistas, anónimos y mayoritarios en un contexto de ciudadanía restringida,
querían que el país tuviera elecciones, ganarlas y luego hacer reformas en un
país que las necesitaba. No eran liberales doctrinarios, pero cargaban con un
inconformismo social y civilizado, así como un ánimo de reforma política que me
tomo la libertad de asimilar a un liberalismo intuitivo, práctico, realmente
existente.
¿Quiénes eran estos liberales intuitivos y
anónimos? Los hemos olvidado, pero no hace mucho fueron mayoría en el Perú. Era
gente como mi abuelo, Alberto Paniagua. Mi abuelo creció en Puno y luego, al
igual que tantos otros peruanos, migró a Lima final de los años treinta. Nunca
militó en partido alguno, pero tuvo unas convicciones políticas sólidas e
íntimas surgidas de la experiencia andina y puneña en particular. De joven
participó de varios grupos indigenistas que fustigaban a los gamonales y al
régimen peruano y escribió piezas de teatro donde el cura, el terrateniente o
el juez eran rostro y alma del abuso permanente hacia el indio. Como miles de
peruanos a lo largo del siglo XX, acompañó diversas opciones políticas que
buscaban terminar con ese país naturalmente desigual. De joven tuvo simpatías
por el APRA, pero su gran entusiasmo llegó luego con la breve presidencia de
Bustamante y Rivero entre 1945 y 1948 (en un frente apoyado también por el
APRA). Era una coalición que aglutinaba los esfuerzos reformistas de las nuevas
clases medias peruanas. Entonces comenzó a trabajar con el ministro de
educación, don Luis E. Valcárcel, en un gran programa nacional, los núcleos
escolares campesinos (los alguna vez célebres NEC) que buscaban alfabetizar a
la población campesina. Confiaba en la acción del Estado para terminar con las
diferencias naturales de la sociedad peruana. Pero Odría decapitó sus
esperanzas. Volvieron los militares al poder y con ellos la prepotencia y la
chatura. Valcárcel fue defenestrado y las reformas se enarenaron.
Mi abuelo pasó entonces a trabajar en Naciones
Unidas. Ahora alfabetizaría campesinos en Bolivia y Argentina. En eso estuvo
dos décadas. Desde el extranjero detestó a Odría y cuando unos años después el
APRA se alió con él, terminó de perder toda simpatía por el partido de la
estrella. Al final de los cincuenta e inicios de los sesenta surgió otro actor
al cual no le tenía ningún afecto: Hugo Blanco y las guerrillas. Fernando
Belaúnde y Acción Popular en los cincuenta y sesenta, en cambio, fueron su
última ilusión de votante reformista. Y luego lo de siempre, entrampamiento y
golpe. Derrotado una vez más por los militares. Cuando se restableció la
democracia en 1980 mi abuelo ya había vuelto a vivir al Perú y ya nada lo
entusiasmó. Su última pasión política, en realidad, fue aborrecer a Fujimori
cada día frente al televisor durante los noventa. Lo detestaba por pillo, por
populachero, por gobernar con los militares, por no tener ningún sentido de
patria. En suma, creo yo, maldecía a Fujimori por ser la versión última y
reforzada de todo aquello que siempre lo había derrotado en su larga y personal
vida política de liberalismo intuitivo, de reformista demócrata.
¿Era mi abuelo un caso aislado de este tipo de
liberalismo político intuitivo que a lo largo del siglo XX combinó la confianza
en las elecciones como forma de acceder al poder con la necesidad de llevar a
cabo reformas que terminasen con una vida política peruana premoderna? Para
nada. Uno más. A través de vehículos como el APRA, la Democracia Cristiana o
Acción Popular, estas nuevas clases medias peruanas, provincianas en muchos
casos, fueron mayoría electoral en el país a lo largo del siglo XX. Fueron
nuestro liberalismo político “por abajo”, realmente existente, intuitivo y
anónimo, aunque debieran votar por partidos que no eran en estricto liberales
sino reformistas. Y ganaron elecciones cada vez que pudieron ir a votar.
Derecha e izquierda desconfiaron de ellos por igual. Situación que acaso defina
mejor que ninguna otra al liberalismo político.
Esta tradición popular, exitosa e intuitiva del
liberalismo político me resulta relevante hoy. Olvidarla nos lleva a creer que
somos un país predeterminado para la servidumbre. Hace unos meses, cuando se
cumplieron veinte años del golpe de Estado de Fujimori, fuimos testigos de
debates patéticos entre partes que trataban de establecer si el autoritarismo
de Fujimori había resultado mejor o peor que el de Velasco. Un duelo de
autoritarismos. Es cierto, tal vez son los dos gobiernos que han dejado más
huellas en el Perú contemporáneo, pero es una injusticia histórica enorme que
pensemos nuestra tradición política como un duelo entre mandones de derecha y
de izquierda. También poseemos una tradición importantísima de reformismo
moderado y democrático. No estamos destinados a ser mangoneados. Poseemos una
tradición que se opuso siempre tanto al violentismo de raíz leninista como al
golpe de Estado saludado por la derecha peruana. Y es momento de rescatar esa
tradición.
Hoy el liberalismo en el Perú se divide en dos
bloques. De un lado, una derecha que le gusta llamarse liberal pero que no lo
es. El mejor ejemplo de esto es el director del diario Correo. Su columna y
periódico son un vehículo de defensa de los estamentos más claramente
antiliberales de la historia occidental: la Iglesia Católica y los militares.
Esto seguramente no hace de él un fascista, pero con toda certeza impide
caracterizarlo como liberal. Como él, abundan en el Perú, conservadores
cercanos al fujimorismo que por la vía de un pase de magia lingüístico quieren
ser liberales. Son la versión contemporánea de esos liberales del siglo XIX
que, cuenta Cristóbal Aljovín, en público admiraban a Washington y en privado a
Napoleón. Y luego tenemos a nuestros liberales, estos sí auténticos, pero
anclados a los años noventa. Los reúne un miedo insuperado al Estado. Este
tiene un origen doble y legítimo. De un lado, tiene una raíz filosófica y, del
otro, carga con la experiencia del fracaso del Estado populista pre-Fujimori.
Filosofía e historia han inmovilizado a este liberalismo en los años noventa.
Que nada se toque es su divisa. Del inconformismo natural que debe cargar el
liberalismo, muy poco; es un liberalismo sin dientes, conformista, similar a
ese personaje de Jaime Roos que había pasado toda su vida cuidando el empate.
Déjenme poner un ejemplo con uno de nuestros
mejores y auténticos liberales. Gonzalo Zegarra, director de Semana Económica,
escribió hace algunos meses una columna donde denunciaba que en un club
campestre limeño se discrimina a las empleadas domésticas pues existen baños
reservados para ellas y otros para las socias del club. Argumentaba Zegarra
impecablemente que “distinguir entre ‘hombres’ y ‘hombres de color’ o ‘mujeres’
y ‘empleadas’ equivale a implicar que los de color no son plena y/o simplemente
hombres, y que las empleadas no son iguales al resto de mujeres que pueden usar
un baño”. No podría estar más de acuerdo con Zegarra. Pero apenas un párrafo
más abajo de esta denuncia agregaba que, aunque estaba contra este tipo de
práctica, “no pretendo que la ley prohíba los baños para nanas o se inmiscuya
en los clubes violando la libertad de asociación”. Este me parece un ejemplo
paradigmático de nuestro liberalismo falto de voluntad, preso de su miedo al
Estado. ¿Por qué una práctica que el propio autor describe como algo que
implica la des-humanización de un individuo (ni más ni menos) debería ser
pasada por agua tibia en un Estado de derecho democrático? ¿Hasta dónde llega
el pánico al Estado? Ojo, no estamos discutiendo la nacionalización de la
banca. Es algo mucho más básico, se trata de la discriminación más abusiva y
premoderna y, sin embargo, anclados a los noventa, le tenemos espanto a la
acción estatal.
El neoliberalismo fue un movimiento crucial de
renovación en el mundo. En términos filosóficos, intelectuales como Robert
Nozick vigorizaron el debate sobre las relaciones entre Estado y economía y
legitimaron una corriente de pensamiento que establecía, en resumen, que las
desigualdades económicas (incluso las más grandes) podían ser absolutamente
justas. En términos políticos, Margareth Thatcher y Ronald Reagan encabezaron
una rebelión contra el Estado de bienestar cuya premisa sigue siendo un dolor
de cabeza para los socialistas: ¿por qué el Estado debería acudir en ayuda de
quienes no son responsables de su propia conducta económica? Mucho de esto
llegó al Perú a fines de los ochenta de la mano de Mario Vargas Llosa el
político y del libro de Hernando de Soto, El otro sendero. El neoliberalismo
fue, en el mundo y en el Perú, un huracán renovador, positivo, urgente.
Pero su hora ha pasado largamente. En los
últimos meses, intelectuales tan poco propensos al socialismo como Francis
Fukuyama o Mark Lilla han hecho hincapié en la necesidad de una derecha
reconciliada con el Estado y sus instituciones. Y medios tan lejanos de algún
tipo de socialismo como el Financial Times o The Economist han subrayado la
urgencia de un Estado renovado no solo para patrullar los codiciosos mercados
financieros y la crisis desatada, sino para superar desigualdades sociales que
se han convertido en un verdadero problema para la salud del capitalismo
contemporáneo. ¿Qué significa todo esto en el Perú? Significa despercudirse de
los noventa y obligar a que nuestro liberalismo se ocupe del Estado y de las
instituciones. Es aquí, entonces, cuando se hace urgente rescatar nuestro viejo
liberalismo realmente existente del siglo XX. No se trata de cerrar nuestra
economía y regresar al desayuno con leche Enci y pan popular, se trata de
afrontar problemas nuevos para los cuales el neoliberalismo de los noventa, en
el cual seguimos imbuidos, no estaba preparado.
El principal entrampamiento de nuestro establishment es la
celebración de la inacción. La idea de que el crecimiento económico, poco a
poco, por sí mismo, resolverá cada uno de los problemas del Perú. Ojalá fuera
así. En realidad, sin una preocupación por el Estado y sus instituciones,
muchos de ellos no se resolverán jamás, o se agudizarán. Nuestro Estado sufre
problemas de distinta naturaleza: de legitimidad, de diseños institucionales,
de capacidad para hacer cumplir la ley, y de alcance territorial, entre otros.
Y cada una de estas debilidades genera problemas, conflictos, insatisfacciones,
en otras áreas del país. Permítanme plantear unos cuantos ejemplos antes de
terminar.
Como aprendemos pronto los politólogos, la
democracia es el régimen político por el cual se gobierna un Estado. Este le
antecede y su funcionamiento correcto es parte fundamental de una democracia
robusta. Pero, además, como argumenté en mi libro del 2007 sobre las elecciones
en el Perú, el contacto del ciudadano con el Estado modera su voto, la rebeldía
populista está fuertemente asociada a ciudadanos que carecen de contacto con el
Estado y sus instituciones. Vivir en un país democrático, entonces, pasa
necesariamente por vivir en un país con un mejor Estado.
Otro ejemplo, la descentralización. Es una
reforma con muchos límites y consecuencias perniciosas para el país político,
que no parece estar dando lugar a un sistema político más cohesionado. Pero
nuestro establishment liberal solo se acuerda de la descentralización cuando un
presidente regional se opone a una inversión privada y, entonces —solo
entonces—, surgen propuestas para reformarla cosméticamente, con iniciativas
que, más que genuinas preocupaciones por el sistema político, parecen estar
destinadas a bajarle el moño a esos provincianos igualados. El desinterés por
el Estado se hace patente hasta cuando, esporádicamente, nuestro establishment
se interesa por él.
De otro lado, las instituciones reducen la
incertidumbre, aseguran la continuidad de las políticas y garantizan que
ciertos procesos se desarrollen en el tiempo. Pero pensemos en un ministerio
crucial como el de educación. En los últimos veinte años se suceden ministros
con perspectivas radicalmente distintas uno del otro (incluso al interior de
los quinquenios presidenciales) sin que nadie sepa cuál debería ser su rumbo,
mientras nuestra educación pública sigue a la deriva. O pensemos en el
Ministerio del Interior donde también se reemplazan los ministros a cada tanto
sin que nadie tenga mucha idea de para qué se les alterna. Y sin que nadie
tenga el coraje ni las ideas para saber hacia dónde habría que enrumbar una
institución tan trascendental. Ahora bien, desde la lógica de los noventa esto
no es problemático: que los pobres manden sus hijos a la escuela fiscal mientras
los nuestros van a colegios privados. Y, en cuanto a la seguridad: que se
parapeten entre rejas y guachimanes los que puedan. Contra la intuición, en el
Perú no es que el Estado corrija las fallas del mercado, sino el mercado el que
enmienda las falencias del Estado.
Un último ejemplo de los nuevos problemas
difíciles de pensar y abordar desde las anteojeras de los noventa: hace veinte
años lo que buscábamos era tener una economía dinámica que generase puestos de
trabajo; habiendo conseguido esa economía más próspera, ahora nos hace falta
problematizar otras cuestiones que no teníamos en el radar, por ejemplo: ¿por
qué la gran mayoría de las peruanas con empleo, en cualquier rama de la
actividad económica, gana menos que los hombres por idénticos trabajos? ¿Por
qué ellas se amontonan en las escalas más bajas de las empresas (o cualquier
actividad) mientras los hombres prosperan en estas? No es el mercado el que va
a solucionar este preciso ejemplo de desigualdad creciente. La actitud
neoliberal de los noventa frente a este problema será como la de Ahmadinejad
frente al homosexualismo en Irán: ese no es un problema porque ese problema no
existe.
Así, nuestras falencias institucionales tienen
consecuencias sobre nuestras vidas, sobre la democracia, sobre el mercado,
sobre la igualdad de nuestros ciudadanos. Pero la inercia neoliberal de los
noventa nos empuja a observar esto con fe de carbonero, confiados en que, de
alguna manera, nuestro crecimiento económico se ocupará de solucionar estos
problemas. Desde luego, no soy el único en señalar los límites de la confianza
ciega en la economía como motor único de las mejoras en el país y se sienten
cambios en el establishment, tanto en la opinión pública como en el propio
estado. El libro de Jaime de Althaus, La promesa de la Democracia, contiene
ideas y preocupaciones sobre las instituciones en el Perú originales e
importantes. La confianza que el MEF deposita en el nuevo Midis también parece
ser un signo de cambios en la dirección sugerida.
Porque
el crecimiento económico algún día se desacelerará y entonces deberemos
enfrentar una serie de problemas que dormitaban bajo el opio del consumo. Las
instituciones fuertes y legítimas servirán cuando las vacas enflaquezcan. La
preocupación por las instituciones no tiene por qué ser pesimista, ni una que
socave los consensos generados en el Perú sobre el manejo económico. Ella
debería, más bien, cargar un ímpetu inconforme, optimista, una agenda liberal y
reformista; debería empujarlo la convicción de que estamos en un momento
fundamental para que el Perú no sea solamente un país cada vez menos pobre,
sino también, y sobre todo, uno cada vez más sano, más próspero. De la sociedad
rica a la sociedad sana se viaja en el tren de las instituciones. Emprender ese
viaje implica deshacerse del liberalismo oxidado, y rescatar el fuego
inconformista de nuestra olvidada tradición reformista. El de nuestro viejo e
intuitivo liberalismo político.
Fuente: Revista Poder 360°.
Diciembre del 2012.
Liberalismos
Por: Eduardo Dargent
Bocanegra (Politólogo)
Si
algo permite agrupar a los diversos autores que son llamados liberales es la
protección de la autonomía. Esta autonomía conlleva la necesidad de establecer
límites a la potestad del Estado o cualquier otro poder para tomar decisiones
en nuestro nombre. Por diversas razones, dicha idea ha ido generalizándose en
los últimos siglos. El paternalismo, la preeminencia de la comunidad o la
religión han perdido piso como justificaciones para regular la vida social. Por
supuesto, las fronteras precisas a la intervención estatal, o qué tipo de
economía es compatible con dicha autonomía, no son claras y le deseo suerte a
quien pretenda encontrar en Locke, Smith o la naturaleza humana una respuesta
precisa. Pero ese espacio de autonomía es lo que distingue al liberalismo de
otras ideologías.
Hay, sin embargo, una
tensión antigua en el liberalismo sobre cómo entender y por qué defender dicha
autonomía. No es una distinción original, se ha resaltado mucho en la filosofía
política. Por un lado, hay liberales optimistas, confiados en los beneficios
positivos de la autonomía en el largo plazo. Para estos liberales la protección
de la libertad individual tiene como resultado adicional lograr el mayor bien
común, sociedades más prósperas que alcanzan el bienestar para sus miembros.
Paradójicamente, entonces, estos liberales ofrecen una justificación utilitaria
(el bien común) para defender valores que son antimayoritarios. J.S. Mill en
“Sobre la libertad” o Kant en algunos de sus escritos políticos, por ejemplo,
justifican esta protección a la autonomía en términos de un mejor futuro.
Pero hay otra
tradición liberal más pesimista, escéptica. Defenderá la autonomía más por su
valor intrínseco y por desconfianza al poder y los grandes proyectos
comunitarios, sean conservadores o progresistas, que por convicción de que las
cosas serán mejores. Esta tradición no abandona la sospecha de que, en varios
casos, la libertad puede dar lugar a nuevos males sociales, dañar la esfera
pública o engendrar nuevos peligros que afecten la propia autonomía. Son más
conscientes, por ejemplo, de que la desigualdad económica genera desigualdad
política, y tienen mucha menos confianza de que esas influencias y poderes no
afectarán la libertad. Raymond Aron, Isaiah Berlin o Judith Shklar representan,
entre otros, ese segundo tipo de liberalismo escéptico.
Me parece que esta
distinción permite entender mejor las posiciones de algunos liberales en el
país. A veces el mismo autor puede adoptar diferentes posiciones a través del
tiempo. Mario Vargas Llosa en los ochenta y noventa, por ejemplo, parecía más
cerca del primer liberal por su confianza en el papel transformador del
mercado. Asimismo, en “La revolución capitalista en el Perú”, Jaime de Althaus
también parece más cerca a este liberalismo optimista. Colocaría a Alfredo
Bullard y Gonzalo Zegarra más hacia ese lado. Por supuesto, al poner a la gente
en “cajas” cometo algunas injusticias: ni Alfredo ni Gonzalo, y, como veremos,
ni Vargas Llosa ni De Althaus dejan de lado la necesidad de reformas en ámbitos
políticos. Pero sí está presente en ellos este optimismo. Llevado a extremos,
este discurso optimista puede ser civilizatorio e incluso iliberal, como en “El
perro del hortelano” del expresidente García.
También encuentro
algunos exponentes del lado pesimista. El tono del Vargas Llosa actual en “La
civilización del espectáculo”, por ejemplo, lo aproxima más al segundo liberal,
preocupado de que el costo de la autonomía sea la destrucción de otros valores
y abierto a una actividad estatal más firme para promover determinados valores
que considera buenos. Asimismo, en su más reciente “La promesa de la
democracia”, De Althaus resalta que la revolución capitalista podría no tener
efectos políticos igualitarios ni transformadores en lo social sin otras reformas.
Y en un reciente artículo en la revista Poder 360º, Alberto Vergara reclama a
los liberales peruanos que dejen sus miedos y apuesten por construir un Estado
fuerte. El artículo ha dado lugar a varias respuestas, algunas inteligentes,
otras que rayan con la paranoia estatista. Cabe añadir que entre estos
liberales optimistas y pesimistas más serios también se ha desarrollado un
liberalismo bastante huachafo, similar en su dogmatismo y ausencia de análisis
histórico y comparado a nuestro peor marxismo.
Personalmente me
siento más cerca al segundo liberalismo. Considero que en el Perú es importante
mirar a otras fuentes de poder más allá del Estado y creo que la concentración
de riqueza lleva a nuevas formas de exclusión difíciles de superar sin un Estado
más fuerte. La esfera pública liberal hay que construirla, no asumir que ya
existe y que es intocable. Por supuesto, la tensión no es fácil de resolver,
los claroscuros abundan, y solo el debate permitirá delinear mejor lo que
separa y une a los liberales peruanos. Me estoy refiriendo a liberales, claro,
no a aquellos que apoyan caudillos que les cuiden los negocios o que son
entusiastas de la mano dura. En eso, creo, estaremos de acuerdo.
Fuente. Diario 16.
16-12-2012
¡Liberales
en el Perú!
Por: Carlos León Moya
POLITÓLOGO. Escribe en el blog “Diversionismo ideológico” en Lamula.pe
Dos han sido los mayores descubrimientos de este
año: que células especializadas y maduras pueden ser reprogramadas para
convertirlas en células madre y que el Perú tenía liberales.
El debate de las últimas semanas entre Alberto
Vergara y Gonzalo Zegarra, matizado con la intromisión de Eduardo Dargent,
probaría lo anterior. Hasta podría ser una batiseñal para que los escasos
liberales nacionales salgan por fin de sus guaridas individuales. Podría.
Como fuese, la existencia de liberales implicaría
una mejora cualitativa en la política peruana. Especialmente para la derecha.
Plagados por conservadores, fascistoides, ratones, neoliberales de cartón,
Fabiola Morales y empresarios mercantilistas, su sola aparición implicaría una
mayor pluralidad y sustancia en el alicaído debate nacional, ahora hegemonizado
en la dicotomía cojuda caviar/DBA. Además, el problema con el conservadurismo
peruano de hoy es que, salvo Fernán Altuve, sus representantes políticos no son
inteligentes. No tenemos a un Riva Agüero, sino al adoquín ese de viejo reino.
Ya ves.
Celebro, además, que un debate entre y sobre
liberales salga por fin de la galaxia Vargas Llosa. Todo pasaba antes por la
gravedad de la Estrella Gigante Mario y la Estrella Enana Álvaro, o se veía
arrastrado hacia la vecina Constelación De Soto, siempre haciendo sus muequitas
de desdén. Que treintones discutan el tema sin caer en estos agujeros negros
–sean liberales, republicanos o libertarios– es también un plus.
Hacia una tipología de los liberales en el Perú
Dargent es el politólogo más serio del país, tan
serio que cita a Kant con naturalidad, pero, a diferencia de otros, lo cita
bien. Como decía, Dargent reseña en su última columna una tensión en el
liberalismo en relación a cómo entender la autonomía. Por un lado, liberales
optimistas, “confiados en los beneficios positivos de la autonomía en el largo
plazo”. Por otro, liberales pesimistas que defienden la autonomía “más por su
valor intrínseco y por desconfianza al poder y los grandes proyectos
comunitarios”. Incluso Dargent es tan serio que ubica a varios liberales
peruanos en esta tensión. Más o menos así:
Liberales optimistas
|
Liberales pesimistas
|
Mario Vargas Llosa (80-90)
Jaime de Althaus (casi siempre)
Alfredo Bullard
Gonzalo Zegarra
|
Mario Vargas Llosa (2012)
Jaime de Althaus (recién)
Alberto Vergara
Eduardo Dargent
|
En cambio, este artículo propone una división
distinta. Y tenemos en cuenta muchas más variables. Empezamos siguiendo la
forma de clasificar de Gonzalo Zegarra: crear categorías ad hoc para sentirnos
chéveres (especulativos, intuitivos, naturales, esotéricos, deductivos). Luego,
notamos que en el Perú los liberales pueden contarse perfectamente, sin mayor
inconveniente. Y vimos la luz.
Tras dos semanas de ardua investigación, conducida
enteramente por un brillante equipo de practicantes mal pagados y sin derechos
laborales, concluimos que el Perú tiene exactamente 87 liberales. No hay más.
Muchos que dicen ser liberales fueron analizados
por nuestro equipo, pero quedaron fuera de la lista por su falta de compromiso:
entre otros, toda la CONFIEP, tres cuartos de COMEX, noventa por ciento del
gabinete de asesores del MEF, cuatrocientos ochenta y dos exalumnos de Alfredo
Bullard que creen que repetir como loros lo que escucharon en clase los hace
interesantes, un antiguo PPKuy que escribió “cholos de mierda” en su Facebook
el día que ganó Humala y un conejo de pascua que afirmaba llamarse Carlos
Boloña Behr.
El siguiente paso fue clasificar a los 87 elegidos.
Por falta de tiempo, presentamos un avance del cuadro. La otra parte podría
estar cuando consigamos nuevos practicantes de sociología que conduzcan
nuestras investigaciones gratis a cambio de “currículum”.
Liberal
|
Individuo
|
Osa Mayor
|
Mario Vargas Llosa
|
Osa Menor
|
Álvaro Vargas Llosa
|
Prima Donna
|
Hernando de Soto
|
Kamikaze
|
Juan Carlos Tafur (como Diario16)
|
Caviar
|
Álvarez Rodrich
|
Naranja
|
Rosa María Palacios
|
Hipster
|
Alberto Vergara
|
Embutido
|
Otto Kunze
|
DBA
|
Aldo Mariátegui
|
Clerical
|
Fernando Berckemeyer
|
Anticlerical
|
Pedro Salinas
|
Burocrático
|
Iván Lanegra
|
“Natural”
|
Gonzalo Zegarra
|
Mártir
|
Pablo Secada
|
Nerd
|
José Alejandro Godoy
|
Friki
|
Marco Sifuentes
|
Monja
|
Gonzalo Gamio
|
Popular
|
Desierto
|
Fuente: Diario 16. 21 de
diciembre del 2012.
Apuntes sobre el liberalismo. Reflexiones
sobre un debate
Por: Gonzalo Gamio Gehri (Filósofo)
Se ha generado en nuestro medio un debate interesante sobre el carácter
y sentido del liberalismo. Los diversos escenarios de esta polémica son
algunas revistas y periódicos locales interesados en el tema político más allá
de los escándalos del día. Alberto Vergara, Gonzalo Zegarra y Eduardo Dargent
han desarrollado argumentos contrapuestos en torno a las raíces de la política
liberal y su eventual proyección sobre el precario mapa ideológico-político
peruano. Recordemos que hace un tiempo Martín Tanaka examinaba en La
República las razones por las cuales el liberalismo no encontraba un
lugar entre los partidos nacionales, mostrando con claridad cómo los
liberales auténticos desarrollaban sus ideas lejos de la arena política y de
las organizaciones que le son propias. Se trata de un asunto de singular
importancia para quienes están interesados en analizar rigurosamente la calidad
de nuestra democracia y la diversidad y alcances de las ideologías en el país.
Vergara sitúa muy bien el corazón del liberalismo en una concepción
antijerárquica de la vida política, centrada en la defensa de las libertades y
derechos de los individuos. “Ante todo, el
liberalismo es una conspiración política contra las desigualdades
pretendidamente naturales en la sociedad”, señala acertadamente. Añade
que el liberalismo constituye ante todo un sistema de ideas políticas, y que la
dimensión económica se desprende de aquel. No resulta sorprendente que la
perspectiva liberal no haya calado en un país en el que una parte significativa
de su autotitulada “clase dirigente” ha saludado sistemáticamente
proyectos autoritarios, o considera a la Iglesia católica y a las Fuerzas
Armadas “instituciones tutelares”, vulnerando cualquier sentido fundamental de
ciudadanía democrática. El capitalismo no les molesta, pero sí la igualdad y la
agencia política. Tampoco escasean en el Perú los diminutos personajillos que
glorifican los títulos de nobleza propios y ajenos o avalan múltiples formas de
discriminación e injusticia estructural.
El autor afirma que, si bien las organizaciones políticas nacionales no
han suscrito el ideario liberal, se ha preservado una suerte de “liberalismo
intuitivo” entre ciudadanos de buena voluntad que han censurado la
justificación espuria de las desigualdades económicas, el ejercicio de la
violencia cultural y el clericalismo. Con frecuencia, estos ciudadanos han
apoyado la candidatura de alguna figura o grupo que ostentaba una trayectoria
democrática, o han actuado juntos desde alguna institución de la sociedad civil.
No obstante, ese importante sector de la población no encuentra todavía un
espacio político adecuado para articular sus intuiciones pluralistas y sus
aspiraciones cívicas. En contrate, abundan en el Perú los políticos y
periodistas pseudoliberales – en la práctica, antiliberales – que rechazan los
derechos humanos, la secularización de la política, pero que a la vez suscriben
alguna forma catequética de mercantilismo, pues creen que la lógica del mercado
constituye el espontáneo e incuestionable sustrato de la justicia distributiva.
Tales objetables presuposiciones les impiden reconocer la pertinencia de un
elemento central en la agenda liberal: el fortalecimiento de las instituciones
del Estado y la sociedad civil. Para los líderes de opinión creyentes en este
mercantilismo dogmático, Milton Friedman es un héroe, y John Rawls es
prácticamente un "criptocomunista". Tampoco sorprende que estos
predicadores pseudoliberales hayan pretendido que el capitalismo florezca al
interior de los regímenes autoritarios que en su día aplaudieron sin rubor.
En general, cultivan el recurso antiliberal del macartismo y la
estigmatización ideológica como herramientas de combate intelectual. Lo vemos
diariamente en algunos medios de prensa.
Como Vergara y Dargent han argumentado en sus columnas enPoder 360° y
en Diario 16, este pseudoliberalismo se aproxima nítidamente a
posiciones conservadoras, en las que – como se ha dicho – se presume que el
capitalismo puede coexistir con políticas que reprimen seriamente las libertades
cívicas y el pluaralismo. En sus versiones radicales, esa derecha mercantilista
desestima cuestiones que son importantes en el horizonte de la filosofía
pública liberal, como las posibilidades del entendimiento intercultural o el
respeto de la diversidad religiosa. Dargent ha citado correctamente el caso del
rígido ideario de “El perro del hortelano” como expresión de este ideario
neoconservador.
Gonzalo Zegarra reconoce la sensibilidad política de académicos como
Vergara y Dargent, pero advierte que “la
sensibilidad no es fuente de Derecho (…).No califican, pues, las preferencias
morales, estéticas ni sentimentales. Éstas son contingentes y cambiantes: no se
pueden volver ley”. A pesar de su alegato legalista, Zegarra percibe en
Vergara una cierta proclividad al “estatismo” por su vocación
institucionalista. Como se sabe, el “estatismo” es el sombrío fantasma que
quita el sueño de nuestra derecha mercantilista. Los diversos estatismos,
sugiere Zegarra, abrazan alguna forma de sentimentalismo. Afirma que “tanto las izquierdas como las derechas estatistas se
apartan de la razón y pretenden la imposición de sentimientos. De la compasión
el socialismo; del nacionalismo y la fe, el conservadurismo”. En
contraste, el liberalismo sería una doctrina basada en el imperio de la razón.
Desconcierta el burdo antagonismo planteado entre la razón y las
emociones. A primera vista, Zegarra parece desconocer la dimensión cognitiva de
las emociones morales, que en su momento defendieron Aristóteles y Adam Smith,
y que en un tiempo reciente destacaron Richard Rorty, Michael Walzer, Bernard
Williams y Martha Nussbaum. Las emociones no son meramente irracionales - ni
exclusivamente privadas -, eso lo sabemos desde los griegos, y su impacto
en el ejercicio de la razón pública no es necesariamente negativo. El juicio
práctico supone el concurso de la percepción emotiva y la deliberación
racional: esto sucede tanto en el discernimiento sobre el buen vivir como en la
cimentación del justo trato (curiosamente, Zegarra no desarrolla un concepto de
razón, pero podría sospecharse de que se trata del estricto cálculo
estratégico). Sorprende más todavía que Zegarra no caiga en la cuenta de que el
liberalismo se nutre de una peculiar sensibilidad. Judith Shklar ha discutido
la importancia del miedo en la construcción del sistema político y legal
liberal, particularmente (pero no solamente) los derechos humanos.
Curiosamente, la sensibilidad sí es fuente de derecho.Shklar se ha
ocupado de examinar los vicios que son incompatibles con una sociedad liberal.
El primero de ellos es lacrueldad. Uno de los problemas conceptuales más
graves en nuestros debates locales sobre el liberalismo - particularmente
presente en posiciones como la de Zegarra - radica en que se desvincula el
pensamiento liberal de su historia ¿Cómo entender la política liberal sin la
experiencia trágica de las guerras de religión y los efectos funestos del
integrismo religioso? El pensamiento político no surge por generación
espontánea. Sólo de cara a esta experiencia histórica puede mostrarse con toda
claridad la conexión entre el liberalismo y determinadas formas de sensibilidad
articulada.
El liberalismo aspira a construir un escenario institucional en el que
el individuo pueda diseñar y realizar su proyecto de vida sin las ataduras del
linaje o de la condición social, que otrora le imponían un férreo “destino”.
Por eso el énfasis en los derechos universales y en la igualdad de
oportunidades (presente en los contractualistas del siglo XVII, en Rawls, en
Sen y en tantos otros). Del mismo modo, el liberalismo plantea como un elemento
fundamental el cultivo de la razón práctica o agencia,
la capacidad de la persona de examinar críticamente las propias tradiciones y
elegir el modo de vida “que tienen razones para valorar”[1].
La evaluación de las convicciones constituye una inequívoca expresión de
libertad. Rechazar la asignación exterior (e indiscutible) de un propósito
vital o de un sistema de creencias. La tradición no puede proferir la última
palabra en la cuestión de la plenitud de la existencia, así como en la materia políticamente
estructural de los principios distributivos (y conmutativos). Por ello
el énfasis en el principio de autonomía y en la construcción de espacios de
deliberación pública. La centralidad de la justicia que vindica la visión
liberal recoge esta constelación de consideraciones de orden práctico sobre la
igualdad, la elección de la vida y el cuidado del discernimiento.
La idea de justicia que cimenta la teoría política liberal no brota de
la abstracción, si no de una compleja reflexión que bebe de un acervo de
experiencias y de una historia de debates y de movilizaciones sociales. El
miedo, la compasión y la indignación son dimensiones de la sensibilidad ética
que no pueden disociarse de dicha idea sin condenar esa idea a la
indeterminación. El liberalismo es un modo de pensar y de sentir que encuentra
su encarnación pública en un sistema de instituciones políticas y legales que
se propone proteger al individuo frente a la violencia y la represión de la
libertad.
Fuente: Blog de Gonzalo Gamio. 22
de diciembre del 2012.
Liberales
Por: Nelson Manrique
Gálvez (Historiador)
Un ensayo publicado por Alberto Vergara sobre el
liberalismo en el Perú (http://bit.ly/WArcCq)
ha suscitado un interesante debate en el que vienen participando Gonzalo
Zegarra, Eduardo Dargent, el filósofo Gonzalo Gamio y –en una divertida nota
irónica– Carlos León Moya (http://bit.ly/Tjd6Z1).
El tema en debate son las relaciones entre la libertad individual y la
(des)igualdad social.
Ilustrando el miedo reverencial de ciertos
liberales a la intervención del Estado, Vergara cita a Gonzalo Zegarra, el
director de Semana Económica, quien, partiendo de la constatación de que en un
club campestre limeño existen baños reservados para las empleadas domésticas y
otros para las socias del club, sentencia que “distinguir entre ‘hombres’ y
‘hombres de color’ o ‘mujeres’ y ‘empleadas’ equivale a implicar que los de
color no son plena y/o simplemente hombres, y que las empleadas no son iguales
al resto de mujeres”, para a continuación declarar su desacuerdo con que la ley
prohíba los baños para nanas, o se inmiscuya en los clubes “violando la
libertad de asociación”.
Zegarra convierte la “libertad de asociación” en
un derecho sacrosanto, pero supongo que el Estado puede –y debe– violarla para
frustrar los designios de una banda delincuencial o un grupo terrorista. Como
debe violarla para castigar la discriminación racial en un club privado o en
una discoteca. En realidad se esconde púdicamente que lo que se está
defendiendo verdaderamente: la libertad de mercado; la misma que invocan los
dueños de las discotecas que ejercen discriminación.
Alberto
Vergara plantea a Zegarra una interrogante de sentido común: “¿Por qué una
práctica que el propio autor describe como algo que implica la des-humanización
de un individuo (ni más ni menos) debería ser pasada por agua tibia en un
Estado de derecho democrático?”. La respuesta de Zegarra (http://bit.ly/WJgltP)
es llamativa: a la hora de legislar no califican las preferencias morales,
estéticas ni sentimentales: “Éstas son contingentes y cambiantes: no se pueden
volver ley”.
El razonamiento de Zegarra es sorprendente.
También el asesinato es una cuestión moralmente (y diría que también sentimental
y hasta estéticamente) condenable. Su valoración también puede ser cambiante
(piénsese en la valoración de las masacres de judíos y gitanos en la Alemania
nazi), pero, ¿debiera concluirse de ello que la ley no puede penarlo?
Aparentemente lo único que debiera primar al hacer las leyes es la razón
(económica, insisto). Pero ésta no existe al margen de las valoraciones morales
(y sentimentales, como por ejemplo la solidaridad con las víctimas). Preferimos
el bien sobre el mal, lo justo sobre lo injusto... Sería bueno recordar que
todo –incluidas por supuesto las leyes– es cambiante, no solo las preferencias
subjetivas. Véase la súbita conversión de los fanáticos neoliberales al
keynesianismo así que estalló la crisis del 2008 y a ver si me dicen que la
razón es eterna e inmutable…
En el debate en curso abundan las
descalificaciones de los oponentes como pseudoliberales pero creo que es de
justicia reconocer que en realidad todos representan distintas vertientes del
liberalismo. Ser liberal no es apostar automáticamente por la democracia
política y social pues hay liberales que asumen la desigualdad entre los
humanos como natural y condenan cualquier intervención para combatirla. Como lo
expresó con gran sinceridad ese gran héroe del liberalismo contemporáneo
llamado Friedrich von Hayek, “ser libre puede significar libertad para morir de
hambre”. En la otra esquina Norberto Bobbio, uno de los más grandes teóricos
del siglo XX, caracterizado como liberal de izquierda o liberal socialista,
proponía compatibilizar la igualdad jurídica con la igualdad política y con la
igualdad social: “una persona instruida es más libre que una inculta; una
persona que tiene un empleo es más libre que una desocupada, una persona sana
es más libre que una enferma”.
Cuando se habla del tema muy al fondo existe una
gran confusión; aquella que asume que el liberalismo económico y el liberalismo
político van indisolublemente unidos, lo cual es falso: véase la historia de
los ajustes neoliberales desde el Chile de Pinochet o el Perú de Fujimori hasta
los que están en curso en Grecia, Irlanda y España y qué sucede con la
democracia. No se trata de “paradojas”. Pero esto merece una nota aparte.
Feliz Navidad para todos los lectores.
Fuente: Diario La República. Martes, 25 de diciembre de 2012
Liberalismo y pseudoliberalismo
Por: Nelson Manrique
Gálvez (Historiador)
A muchos liberales les
desagrada reconocer como parientes ideológicos a otros que reclaman para sí la
misma denominación. Esto es normal, porque ahora es de buen tono proclamarse
“liberal” –como lo era llamarse “marxista” en los años setenta–, y se puede suscribir
idearios que van desde el anarquismo hasta el autoritarismo más extremo, todo
en nombre del liberalismo.
Tampoco esto es nuevo, pues siempre que uno
suscriba una ideología con cierto impacto social inevitablemente encontrará en
el vecindario a fulanos impresentables, como Pol Pot y Abimael Guzmán para los
marxistas, o Torquemada y sus epígonos nacionales para los católicos. De allí
vienen las descalificaciones y el problema es siempre quién tiene la autoridad
para calificar lo “auténtico” y lo “falso”.
Afirmé que, contra lo que muchos creen, ser
liberal no es necesariamente ser amigo de la democracia política y social, pues
hay liberales que asumen la desigualdad entre los humanos como natural y
condenan como un atentado contra la libertad (especialmente la económica)
cualquier intervención que intente combatirla. Por otra parte, no se suele
distinguir entre el liberalismo económico y el liberalismo político, lo cual
tiene importantes consecuencias.
Norberto Bobbio –uno de los más grandes teóricos
del liberalismo– apuntaba agudamente que el liberalismo económico y el
liberalismo político son distintos desde sus orígenes, porque sus objetivos son
diferentes. El liberalismo económico nació asumiendo la defensa de la libertad
de mercado. En cambio, el liberalismo político definió como su razón de ser la
defensa del individuo, amenazado por el siempre creciente poder del Estado. Su
objetivo fundamental fue entonces la defensa de los derechos de los ciudadanos.
Siendo sus objetivos claramente distintos, liberalismo
económico y liberalismo político no siempre estuvieron juntos. Como Bobbio
muestra, grandes liberales políticos, como Rousseau, eran profundamente
hostiles al liberalismo económico (en esa época denominado librecambismo),
porque al profundizar la desigualdad económica entre los individuos éste
termina constituyendo una amenaza para la democracia.
A su vez, liberales económicos militantes, como
Hobbes, eran profundamente autoritarios en lo político y se sentirían
perfectamente cómodos obedeciendo a regímenes represivos capaces de arrasar los
derechos ciudadanos que el liberalismo político defiende, siempre que la
libertad de comercio estuviera asegurada. Se entiende entonces por qué hoy
personajes que se llaman a sí mismos “liberales” defienden los regímenes de
Alberto Fujimori y Augusto Pinochet.
Hoy es fácil constatar que muchos fanáticos
liberales económicos, ardientes defensores de la libertad de mercado, son
absolutamente autoritarios en lo político y se lucen como entusiastas
promotores de las medidas represivas para imponer el libre mercado. Esto es
parte de la historia mundial contemporánea. Los ajustes estructurales
impulsados durante las tres últimas décadas por los liberales económicos
(conocidos en la jerga política como “neoliberales”, e impuestos por organismos
multilaterales bajo el control norteamericano, como el FMI y el Banco Mundial),
como la privatización de las empresas públicas, la eliminación de los controles
a los capitales extranjeros y la apertura de los mercados nacionales, suponen,
entre otras cosas, destruir derechos fundamentales que los trabajadores
conquistaron a costa de duras luchas durante el siglo XX: derecho al trabajo,
jornada de 8 horas, salarios dignos, estabilidad laboral, seguridad social,
etc. Como es natural, éstos no van a renunciar a sus conquistas sociales sin
luchar. De allí que el neoliberalismo vea a la democracia como un enemigo del
cual es necesario desembarazarse.
Una ideología muy extendida sostiene que el
liberalismo económico y el político están indisolublemente asociados, porque la
libertad de mercado da a los consumidores la posibilidad de elección, y la
libertad es precisamente la capacidad de escoger. Esto es pura ideología,
primero porque la vida es bastante más que la economía y en segundo lugar
porque en la economía de mercado sólo disfrutan de la libertad de elegir
quienes tienen dinero para comprar. Donde la mayoría de la población es pobre
pocos pueden ejercen semejante libertad.
El mercado libre se ha impuesto en el mundo a
través del autoritarismo y no extendiendo la democracia, como lo atestigua la
imposición de los ajustes neoliberales. Esto es historia presente, hoy, en
Europa.
A pesar de todo, un Muy Feliz 2013.
Fuente: Diario La República. Martes, 01 de enero de 2013
El liberalismo político y sus rostros
Por: Gonzalo Gamio Gehri (Filósofo)
Hace unos días, Nelson Manrique escribió el artículo Liberalismo y pseudoliberalismo, que
apareció en La República. El texto se enmarca en el debate reciente
sobre el liberalismo, y constituye una respuesta aguda y sensata a quienes –
desde una perspectiva que quizá se proclama “ortodoxa” – critican que haya
establecido una distinción entre “liberalismo político” y “liberalismo
económico” como una operación estrictamente liberal. Esta distinción le permite
cuestionar certeramente la atalaya ideológica en la que se sitúan quienes se
mostraron condescendientes y silenciosos frente a gobernantes autoritarios y
corruptos que – como Pinochet y Fujimori – combinaron la represión de
libertades y derechos básicos con mercados abiertos; se trata de la misma
posición de quienes hoy miran con admiración a China y Singapur. No existe nada
menos “liberal” que las violaciones a los derechos humanos y la desarticulación
de la democracia.
Me parece (aunque no tengo certeza de ello) que el artículo de Manrique
es una réplica a un post de Paul Laurent, Los
liberalismos de los no liberales, en el que acusa rudamente al propio
Manrique y a otros de “desconocer” la verdadera matriz del pensamiento liberal,
la presunta raíz económica de la ciudadanía liberal, etc. En general, en lo que
respecta a las cuestiones fundamentales de teoría política, la invocación a una
suerte de “pureza doctrinal” me preocupa y me resulta peligrosa: me parece una
actitud muy poco liberal, me recuerda a la investigación de
“herejías” de la inquisición colonial, o a la estigmatización intelectual
de los “revisionistas” por parte del totalitarismo estalinista y maoísta. El
liberalismo requiere de una actitud falibilista, incompatible con el
denominado "espíritu de ortodoxia" y no consiste en una especie de
"saber iniciático". No encuentro intelectualmente
edificante discutir el “canon literario” liberal como si se tratara de
una colección de textos sagrados. Laurent dice que John Rawls, Richard Rorty y
Amartya K. Sen no son liberales; ante ello, yo sólo puedo mostrar extrañeza, no
sólo porque no justifica su aserto, sino porque se trata de autores que
se cuentan entre los filósofos políticos liberales más importantes de los
últimos cincuenta años (a los que habría que sumar el nombre de Isaiah Berlin y
el de Judith Shklar). Si hacemos a un lado de la discusión el asunto de los
elementos específicamente filosóficos de las ideas liberales, entonces algo
anda realmente mal. El liberalismo descansa sobre una familia
de argumentos que giran en torno a los derechos universales, la libertad
individual, el pluralismo, la secularización de lo político y la autonomía
racional. No reivindica ortodoxias, enarbola criterios inapelables de autoridad
intelectual ni condena herejías. Precisamente, el liberalismo combate el mundo
cultural y sociopolítico en el que la vindicación de ortodoxias, autoritarismos
y anatemas era moneda habitual.
La respuesta de Manrique me parece una buena manera de avanzar en este
debate sin perder sus elementos centrales (1). Señalar simplemente las
supuestas “heterodoxias” se parece mucho a la estigmatización ideológica y al
desfile de etiquetas (como “rojo”, “caviar”, “estatista”, “colectivista”)
que encontramos cada día en periódicos como Correo y Expreso.
En contraste, Manrique destaca que en América Latina la separación entre
“liberalismo político” y “liberalismo económico” ha resultado fundamental para
la consolidación de una derecha conservadora y autoritaria con la que muchos
actores políticos y “líderes de opinión” están muy contentos. El pensamiento
liberal – que suele valorar ambos frentes – brilla por su ausencia en la escena
política peruana. Abrir un espacio para la política liberal no implica adoptar
necesariamente un credo homogéneo y uniforme, sino tomar contacto real con
la familia de argumentos antes mencionada. Es el exclusivo mercantilismo –
políticamente conservador - cultivado por la derecha peruana (que sospecha
sistemáticamente de la democracia y de los derechos humanos) el punto de vista
que aspira a convertirse en una ideología monolítica y dogmática, que asegura
acríticamente que las interacciones probadamente "libres" sólo brotan
del mercado (o las emulan en otros contextos). Manrique sugiere – en
convergencia con Alberto Vergara – que muchas personas se comprometieron en el
pasado con temas propios de la agenda de un “liberalismo intuitivo”, como el
sufragio universal o la jornada de ocho horas. Es preciso recordar que,
hablando rigurosamente, lo político no es sinónimo de lo estatal. Se
hace política desde el Estado y desde los partidos políticos, pero también
desde las instituciones de la sociedad civil.
Creo que no debemos olvidar la disposición antijrerárquica del liberalismo, su vindicación de laigualdad civil de los individuos. Por ello no sorprende que este debate se haya generado en torno a la medida discriminatoria, practicada por algunos clubes sociales, consistente en asignar baños especiales a las empleadas del hogar. Sólo una sociedad lastrada por una herencia colonial tan poderosa podría experimentar problemas para reconocer – ver - el carácter antiliberal y antidemocrático de tal medida (que recuerda las políticas discriminatorias en los Estados Unidos antes de la lucha por los derechos civiles que convocó a Luther King y otros). No obstante, a menudo los problemas prácticos son más complejos y requieren una aproximación conceptual más sutil. Las dos rutas metodológicas que ha emprendido la filosofía política liberal – la hipótesis teórica del contrato y la exploración hermenéutica de las fuentes históricas y culturales del liberalismo – no pueden disociarse de los principios de libertad e igualdad. Se trata de principios que muchas veces se relacionan de manera tensional (Berlin); el planteamiento y posible resolución de tales conflictos constituye una invitación al cultuvo de la deliberación pública (y a la construcción institucional). La cuestión de sus alcances constituye una fecunda área de discusión al interior de la filosofía práctica liberal.
Creo que no debemos olvidar la disposición antijrerárquica del liberalismo, su vindicación de laigualdad civil de los individuos. Por ello no sorprende que este debate se haya generado en torno a la medida discriminatoria, practicada por algunos clubes sociales, consistente en asignar baños especiales a las empleadas del hogar. Sólo una sociedad lastrada por una herencia colonial tan poderosa podría experimentar problemas para reconocer – ver - el carácter antiliberal y antidemocrático de tal medida (que recuerda las políticas discriminatorias en los Estados Unidos antes de la lucha por los derechos civiles que convocó a Luther King y otros). No obstante, a menudo los problemas prácticos son más complejos y requieren una aproximación conceptual más sutil. Las dos rutas metodológicas que ha emprendido la filosofía política liberal – la hipótesis teórica del contrato y la exploración hermenéutica de las fuentes históricas y culturales del liberalismo – no pueden disociarse de los principios de libertad e igualdad. Se trata de principios que muchas veces se relacionan de manera tensional (Berlin); el planteamiento y posible resolución de tales conflictos constituye una invitación al cultuvo de la deliberación pública (y a la construcción institucional). La cuestión de sus alcances constituye una fecunda área de discusión al interior de la filosofía práctica liberal.
(1) Quizá la lectura que hace Manrique de Hobbes pueda ser discutida con mayor extensión.
Fuente: Blog de Gonzalo Gamio.
03 de enero del 2012.
La querella
sobre el liberalismo
Por: Alessandro Caviglia (Filósofo)
El significado y la naturaleza del
liberalismo han generado una serie de discusiones desde sus orígenes, entre los
siglos XVI y XVII. Pero desde el siglo XIX el nombre ha sido usurpado por un
grupo de pensadores de derecha que lo usan para defender el libre mercado sin
restricción. Estos autodenominados "liberales" consideran que las
únicas libertades que el sistema político, el Estado, e incluso las
instituciones de formación moral, han de defender son las libertades económicas
de quienes pueden competir exitosamente en el mercado. El último de estos
confundidos es el blogero Paul Laurent, quien cuestiona la distinción entre
liberalismo económico y liberalismo político, que ha presentado hace poco
Nelson Manrique.
He de
señalar que concuerdo con Laurent en que tal distinción es falaz, pero lo
considero por razones diferentes. Para él, lo único que merece la pena
llamarse liberalismo es el que él denomina "liberalismo económico".
En cambio, considero que lo único que merece en serio tal apelativo es el liberalismo
político, que tal como Gonzalo Gamio ha señalado
acertadamente, lejos ser la ideología -que Laurent y sus correligionarios
defienden- constituye una familia de doctrinas políticas que tienen como centro
la defensa de la democracia, de los derechos fundamentales y el rechazo a la
tiranía o al autoritarismo, entre otros valores públicos. El mal llamado
"liberalismo económico" no constituye en ningún sentido una forma de
liberalismo, porque simplemente, en su afán de defender sólo las libertades
económicas, atenta abiertamente contra las demás libertades, como las
políticas, las sexuales, las de conciencia, y especialmente aquellas que tienen
que ver con las personas que se encuentran en desventaja en la sociedad.
Desde sus orígenes, el liberalismo ha sido una doctrina política que ha
reivindicado, al lado de la libertad, tanto a la autonomía del sujeto y como la
igualdad entre ciudadanos.
Laurent
expone una idea recurrente en los ideólogos dogmáticos del erróneamente llamado
"liberalismo económico", a saber, la economía determina las
relaciones políticas y las consideraciones morales. En esto no se distinguen de
marxismo más simplificado. Así, consideran que el poder económico debe de
convertirse en poder político, y que la formación moral de las personas debe de
servir para fortalecer los valores del mercado. Paro estos personajes,
ideológicamente formados, abrazan una concepción de la economía que es
debatible: se trata de la teoría de los mercados perfectos que la teoría
neoclásica propugnó. Dicha teoría cuenta con varios problemas, pero el más
serio es que en ninguna parte del mundo existen ni han existido mercados tal
como esa teoría los describe, y permanentemente los Estados han tenido y tienen
que intervenir para corregir las distorsiones producidas. Y el otro problema
central es la creencia de la distribución de la riqueza por medio del
"chorreo". Ciertamente, la teoría neoclásica tiene otros problemas
que no mencionaré.
Esta
teoría económica tiene como uno de sus indicadores al PBI, indicador que no
permite ver las desigualdades, ni otras cosas que teorías recientes como la del
Desarrollo Humano o la teoría de las Capacidades, desarrolladas por Sen y
Nussbaum entre otros, han presentado. La teoría de las Capacidades, por
ejemplo, se centra en las libertades de las que las personas pueden gozar de
manera efectiva, y aquí las libertades no son sólo libertades en el mercado,
sino también libertades políticas, la educación y la salud como fuentes de
libertades, entre otras.
El
dogma que Laurent y otros defienden, como verdad absoluta, se presenta como
bastante cuestionable. En realidad, el liberalismo no se encuentra comprometido
con un mercado omnipotente que controla las demás esferas sociales, sino con
una política liberal que busque hacer valer los derechos y
las múltiples libertades de todos. Es decir, en vez de que la
política, la moral y el derecho se encuentren subordinados a la economía (entendida
en sentido neoclásico), la economía debe encontrarse subordinada a una
concepción liberal de la política. La concepción liberal de la política tiene
diferentes variantes, de acuerdo a cada doctrina que forme parte de la familia
de concepciones liberales, pero algo que no debe faltar en ella es una alta
consideración de los derechos fundamentales, la igualdad y la democracia, como
valores políticos centrales, a los que se pueden añadir otros más.
Pero
se puede entender muy bien la estrategia de estos mercantilistas cuando dirigen
su artillería de juguete contra el liberalismo político. Es claro que ellos
representan a una derecha que, si bien desconfía de la democracia, pretenden
presentarse como los únicos demócratas del espectro político, pues la extrema
izquierda no se encuentra comprometida con una democracia liberal. Pero como
han visto florecer una robusta tradición liberal que pasa por Locke, Kant,
Berlin, Rawls, Rorty y Sen, entre otros, pretenden atacar dicha tradición, que
tiene diferentes ramificaciones y que es sumamente fructífera al defender las
libertades, la autonomía y la igualdad civil. Es por ello que sindican, de
manera absurda, de comunistas a pensadores como Rawls, Rorty y Sen. Todo quien
tenga una cultura política básica sabe que esa acusación es falsa. La
estrategia es simplemente descalificar un liberalismo político que se
compromete con un liberalismo de izquierda.
Fuente: Blog de Alessandro
Caviglia. 06 de enero del 2013.
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