sábado, 12 de enero de 2013

Debate sobre el Liberalismo. El liberalismo desde el Perú.


Nuestro liberalismo

 

Por: Alberto Vergara Paniagua (Politólogo)

PERO HAY UNA FASE EN LA QUE EL REALISMO ES EL CORRECTIVO NECESARIO PARA LA EXUBERANCIA DEL UTOPISMOAL IGUAL QUE EN OTROS PERIODOS EL UTOPISMO DEBE SER INVOCADO PARA CONTRARRESTAR LA ESTERILIDAD DEL REALISMO.
E.H. Carr

“¡Bastardo e ilegítimo!”, exclama dolido de sí mismo Edmund al inicio de El Rey Lear. El Conde de Gloucester concibió a Edmund fuera del matrimonio y, aunque lo valora y reconoce y Shakespeare nos hace saber que es talentoso y trabajador, nunca podrá acceder a los títulos de su padre pues están reservados a su hermano Edgar quien, aun si vago y desleal, es su hijo “legítimo”. Los espectadores o lectores de hoy hemos perdido de vista cuan naturales eran estas distinciones, cuan pétreo era este orden espontáneo de la sociedad donde el mero nacimiento marcaba ya el destino de cada individuo. El pobre Edmund, en estricto, no era una persona, sino una mera pieza en un estamento cuyos deberes y obligaciones quedaban plenamente identificados el día del nacimiento.

El liberalismo fue el petardo ideológico de aquel orden; buscaba destruir aquel régimen en el cual los individuos no estaban a cargo de sus destinos y quería reemplazarlo con uno donde cada quién pudiese construir su propia vida y conseguir aquello que sus talentos le permitiesen. Ante todo, el liberalismo es una conspiración política contra las desigualdades pretendidamente naturales en la sociedad. Y, como resultado de este rechazo, el liberalismo aspira a la aparición del individuo político, del ciudadano con voluntad y razón, deberes y derechos. Es el fundamento de las revoluciones estadounidense y francesa y su ímpetu contra la monarquía: individuos iguales y libres en un orden republicano. Volviendo a la pieza de Shakespeare: el liberalismo reclamaría que Edmund y Edgard sean lo que sus capacidades les permita y no aquello que la tradición les destina.

Es importante recordar este origen eminentemente político del liberalismo. Porque el liberalismo puede tener manifestaciones económicas (de la libertad económica más absoluta a ciertas formas de regulación de los mercados), pero esto es secundario frente a la aspiración primera del liberalismo que fue siempre política. Es bueno repetirlo en el Perú de hoy: ni el liberalismo es la ideología que surge para fundamentar el capitalismo como ha enseñado el marxismo de vulgata en nuestras universidades; ni su objetivo último es un mercado tan libre como sea posible, como asumen nuestros neoliberales autóctonos. Ambas miradas, secuestradas por la economía, pierden de vista que aquello que reúne a los liberales de todo signo es, antes que nada, el componente político de la doctrina. Pero regresaré al Perú de hoy, a sus añejos marxistas y a sus neoliberales oxidados, más tarde.

En el Perú no hubo liberalismo como doctrina política amplia y arraigada (como hubo en México), ni hubo partido liberal (como en Colombia o Chile). Como en tantos sitios, más bien, hubo individuos liberales, aislados y frecuentemente derrotados. Pero no me interesa aquí desenterrar los nombres de Francisco de Paula González Vigil o Francisco García Calderón, Juan Bustamante o Raúl Porras Barrenechea, los figurones, diversos y olvidados, de nuestro liberalismo. Prefiero centrar mi reflexión sobre otro liberalismo, algo que llamaré un liberalismo realmente existente a lo largo del siglo XX. Me refiero al reformismo liberal, anónimo, histórico, mayoritario y poco doctrinario que estuvo presente en el siglo XX peruano.

En el Perú, a lo largo del siglo XX, miles de individuos defendieron y se pronunciaron en favor de dos causas centrales que me parecen asimilables al liberalismo político. En primer lugar, la abolición del antiguo régimen a través de una reforma agraria que otorgase ciudadanía efectiva a millones de campesinos que en el Perú eran apenas súbditos, vasallos, pongos, indios, pero no ciudadanos. Vale decir, buscaban implantar un régimen político moderno de individuos iguales; una república que acabase con una comunidad política tan naturalmente desigual como aquella que castigaba al medieval Edmund de El Rey Lear. Y, en segundo lugar, las elecciones libres y democráticas como forma de acceder al poder para luego, desde el Estado, realizar las reformas que modernizasen la vida política del país. No formaban parte de la derecha que festejaba el statu quo asegurado por eventuales golpes de Estado, ni anhelaba el progreso que surgía del fusil comunista. Nuestros reformistas, anónimos y mayoritarios en un contexto de ciudadanía restringida, querían que el país tuviera elecciones, ganarlas y luego hacer reformas en un país que las necesitaba. No eran liberales doctrinarios, pero cargaban con un inconformismo social y civilizado, así como un ánimo de reforma política que me tomo la libertad de asimilar a un liberalismo intuitivo, práctico, realmente existente.

¿Quiénes eran estos liberales intuitivos y anónimos? Los hemos olvidado, pero no hace mucho fueron mayoría en el Perú. Era gente como mi abuelo, Alberto Paniagua. Mi abuelo creció en Puno y luego, al igual que tantos otros peruanos, migró a Lima final de los años treinta. Nunca militó en partido alguno, pero tuvo unas convicciones políticas sólidas e íntimas surgidas de la experiencia andina y puneña en particular. De joven participó de varios grupos indigenistas que fustigaban a los gamonales y al régimen peruano y escribió piezas de teatro donde el cura, el terrateniente o el juez eran rostro y alma del abuso permanente hacia el indio. Como miles de peruanos a lo largo del siglo XX, acompañó diversas opciones políticas que buscaban terminar con ese país naturalmente desigual. De joven tuvo simpatías por el APRA, pero su gran entusiasmo llegó luego con la breve presidencia de Bustamante y Rivero entre 1945 y 1948 (en un frente apoyado también por el APRA). Era una coalición que aglutinaba los esfuerzos reformistas de las nuevas clases medias peruanas. Entonces comenzó a trabajar con el ministro de educación, don Luis E. Valcárcel, en un gran programa nacional, los núcleos escolares campesinos (los alguna vez célebres NEC) que buscaban alfabetizar a la población campesina. Confiaba en la acción del Estado para terminar con las diferencias naturales de la sociedad peruana. Pero Odría decapitó sus esperanzas. Volvieron los militares al poder y con ellos la prepotencia y la chatura. Valcárcel fue defenestrado y las reformas se enarenaron.

Mi abuelo pasó entonces a trabajar en Naciones Unidas. Ahora alfabetizaría campesinos en Bolivia y Argentina. En eso estuvo dos décadas. Desde el extranjero detestó a Odría y cuando unos años después el APRA se alió con él, terminó de perder toda simpatía por el partido de la estrella. Al final de los cincuenta e inicios de los sesenta surgió otro actor al cual no le tenía ningún afecto: Hugo Blanco y las guerrillas. Fernando Belaúnde y Acción Popular en los cincuenta y sesenta, en cambio, fueron su última ilusión de votante reformista. Y luego lo de siempre, entrampamiento y golpe. Derrotado una vez más por los militares. Cuando se restableció la democracia en 1980 mi abuelo ya había vuelto a vivir al Perú y ya nada lo entusiasmó. Su última pasión política, en realidad, fue aborrecer a Fujimori cada día frente al televisor durante los noventa. Lo detestaba por pillo, por populachero, por gobernar con los militares, por no tener ningún sentido de patria. En suma, creo yo, maldecía a Fujimori por ser la versión última y reforzada de todo aquello que siempre lo había derrotado en su larga y personal vida política de liberalismo intuitivo, de reformista demócrata.

¿Era mi abuelo un caso aislado de este tipo de liberalismo político intuitivo que a lo largo del siglo XX combinó la confianza en las elecciones como forma de acceder al poder con la necesidad de llevar a cabo reformas que terminasen con una vida política peruana premoderna? Para nada. Uno más. A través de vehículos como el APRA, la Democracia Cristiana o Acción Popular, estas nuevas clases medias peruanas, provincianas en muchos casos, fueron mayoría electoral en el país a lo largo del siglo XX. Fueron nuestro liberalismo político “por abajo”, realmente existente, intuitivo y anónimo, aunque debieran votar por partidos que no eran en estricto liberales sino reformistas. Y ganaron elecciones cada vez que pudieron ir a votar. Derecha e izquierda desconfiaron de ellos por igual. Situación que acaso defina mejor que ninguna otra al liberalismo político.

Esta tradición popular, exitosa e intuitiva del liberalismo político me resulta relevante hoy. Olvidarla nos lleva a creer que somos un país predeterminado para la servidumbre. Hace unos meses, cuando se cumplieron veinte años del golpe de Estado de Fujimori, fuimos testigos de debates patéticos entre partes que trataban de establecer si el autoritarismo de Fujimori había resultado mejor o peor que el de Velasco. Un duelo de autoritarismos. Es cierto, tal vez son los dos gobiernos que han dejado más huellas en el Perú contemporáneo, pero es una injusticia histórica enorme que pensemos nuestra tradición política como un duelo entre mandones de derecha y de izquierda. También poseemos una tradición importantísima de reformismo moderado y democrático. No estamos destinados a ser mangoneados. Poseemos una tradición que se opuso siempre tanto al violentismo de raíz leninista como al golpe de Estado saludado por la derecha peruana. Y es momento de rescatar esa tradición.

Hoy el liberalismo en el Perú se divide en dos bloques. De un lado, una derecha que le gusta llamarse liberal pero que no lo es. El mejor ejemplo de esto es el director del diario Correo. Su columna y periódico son un vehículo de defensa de los estamentos más claramente antiliberales de la historia occidental: la Iglesia Católica y los militares. Esto seguramente no hace de él un fascista, pero con toda certeza impide caracterizarlo como liberal. Como él, abundan en el Perú, conservadores cercanos al fujimorismo que por la vía de un pase de magia lingüístico quieren ser liberales. Son la versión contemporánea de esos liberales del siglo XIX que, cuenta Cristóbal Aljovín, en público admiraban a Washington y en privado a Napoleón. Y luego tenemos a nuestros liberales, estos sí auténticos, pero anclados a los años noventa. Los reúne un miedo insuperado al Estado. Este tiene un origen doble y legítimo. De un lado, tiene una raíz filosófica y, del otro, carga con la experiencia del fracaso del Estado populista pre-Fujimori. Filosofía e historia han inmovilizado a este liberalismo en los años noventa. Que nada se toque es su divisa. Del inconformismo natural que debe cargar el liberalismo, muy poco; es un liberalismo sin dientes, conformista, similar a ese personaje de Jaime Roos que había pasado toda su vida cuidando el empate.

Déjenme poner un ejemplo con uno de nuestros mejores y auténticos liberales. Gonzalo Zegarra, director de Semana Económica, escribió hace algunos meses una columna donde denunciaba que en un club campestre limeño se discrimina a las empleadas domésticas pues existen baños reservados para ellas y otros para las socias del club. Argumentaba Zegarra impecablemente que “distinguir entre ‘hombres’ y ‘hombres de color’ o ‘mujeres’ y ‘empleadas’ equivale a implicar que los de color no son plena y/o simplemente hombres, y que las empleadas no son iguales al resto de mujeres que pueden usar un baño”. No podría estar más de acuerdo con Zegarra. Pero apenas un párrafo más abajo de esta denuncia agregaba que, aunque estaba contra este tipo de práctica, “no pretendo que la ley prohíba los baños para nanas o se inmiscuya en los clubes violando la libertad de asociación”. Este me parece un ejemplo paradigmático de nuestro liberalismo falto de voluntad, preso de su miedo al Estado. ¿Por qué una práctica que el propio autor describe como algo que implica la des-humanización de un individuo (ni más ni menos) debería ser pasada por agua tibia en un Estado de derecho democrático? ¿Hasta dónde llega el pánico al Estado? Ojo, no estamos discutiendo la nacionalización de la banca. Es algo mucho más básico, se trata de la discriminación más abusiva y premoderna y, sin embargo, anclados a los noventa, le tenemos espanto a la acción estatal.

El neoliberalismo fue un movimiento crucial de renovación en el mundo. En términos filosóficos, intelectuales como Robert Nozick vigorizaron el debate sobre las relaciones entre Estado y economía y legitimaron una corriente de pensamiento que establecía, en resumen, que las desigualdades económicas (incluso las más grandes) podían ser absolutamente justas. En términos políticos, Margareth Thatcher y Ronald Reagan encabezaron una rebelión contra el Estado de bienestar cuya premisa sigue siendo un dolor de cabeza para los socialistas: ¿por qué el Estado debería acudir en ayuda de quienes no son responsables de su propia conducta económica? Mucho de esto llegó al Perú a fines de los ochenta de la mano de Mario Vargas Llosa el político y del libro de Hernando de Soto, El otro sendero. El neoliberalismo fue, en el mundo y en el Perú, un huracán renovador, positivo, urgente.

Pero su hora ha pasado largamente. En los últimos meses, intelectuales tan poco propensos al socialismo como Francis Fukuyama o Mark Lilla han hecho hincapié en la necesidad de una derecha reconciliada con el Estado y sus instituciones. Y medios tan lejanos de algún tipo de socialismo como el Financial Times o The Economist han subrayado la urgencia de un Estado renovado no solo para patrullar los codiciosos mercados financieros y la crisis desatada, sino para superar desigualdades sociales que se han convertido en un verdadero problema para la salud del capitalismo contemporáneo. ¿Qué significa todo esto en el Perú? Significa despercudirse de los noventa y obligar a que nuestro liberalismo se ocupe del Estado y de las instituciones. Es aquí, entonces, cuando se hace urgente rescatar nuestro viejo liberalismo realmente existente del siglo XX. No se trata de cerrar nuestra economía y regresar al desayuno con leche Enci y pan popular, se trata de afrontar problemas nuevos para los cuales el neoliberalismo de los noventa, en el cual seguimos imbuidos, no estaba preparado.

El principal entrampamiento de nuestro establishment es la celebración de la inacción. La idea de que el crecimiento económico, poco a poco, por sí mismo, resolverá cada uno de los problemas del Perú. Ojalá fuera así. En realidad, sin una preocupación por el Estado y sus instituciones, muchos de ellos no se resolverán jamás, o se agudizarán. Nuestro Estado sufre problemas de distinta naturaleza: de legitimidad, de diseños institucionales, de capacidad para hacer cumplir la ley, y de alcance territorial, entre otros. Y cada una de estas debilidades genera problemas, conflictos, insatisfacciones, en otras áreas del país. Permítanme plantear unos cuantos ejemplos antes de terminar.

Como aprendemos pronto los politólogos, la democracia es el régimen político por el cual se gobierna un Estado. Este le antecede y su funcionamiento correcto es parte fundamental de una democracia robusta. Pero, además, como argumenté en mi libro del 2007 sobre las elecciones en el Perú, el contacto del ciudadano con el Estado modera su voto, la rebeldía populista está fuertemente asociada a ciudadanos que carecen de contacto con el Estado y sus instituciones. Vivir en un país democrático, entonces, pasa necesariamente por vivir en un país con un mejor Estado.
Otro ejemplo, la descentralización. Es una reforma con muchos límites y consecuencias perniciosas para el país político, que no parece estar dando lugar a un sistema político más cohesionado. Pero nuestro establishment liberal solo se acuerda de la descentralización cuando un presidente regional se opone a una inversión privada y, entonces —solo entonces—, surgen propuestas para reformarla cosméticamente, con iniciativas que, más que genuinas preocupaciones por el sistema político, parecen estar destinadas a bajarle el moño a esos provincianos igualados. El desinterés por el Estado se hace patente hasta cuando, esporádicamente, nuestro establishment se interesa por él.

De otro lado, las instituciones reducen la incertidumbre, aseguran la continuidad de las políticas y garantizan que ciertos procesos se desarrollen en el tiempo. Pero pensemos en un ministerio crucial como el de educación. En los últimos veinte años se suceden ministros con perspectivas radicalmente distintas uno del otro (incluso al interior de los quinquenios presidenciales) sin que nadie sepa cuál debería ser su rumbo, mientras nuestra educación pública sigue a la deriva. O pensemos en el Ministerio del Interior donde también se reemplazan los ministros a cada tanto sin que nadie tenga mucha idea de para qué se les alterna. Y sin que nadie tenga el coraje ni las ideas para saber hacia dónde habría que enrumbar una institución tan trascendental. Ahora bien, desde la lógica de los noventa esto no es problemático: que los pobres manden sus hijos a la escuela fiscal mientras los nuestros van a colegios privados. Y, en cuanto a la seguridad: que se parapeten entre rejas y guachimanes los que puedan. Contra la intuición, en el Perú no es que el Estado corrija las fallas del mercado, sino el mercado el que enmienda las falencias del Estado.

Un último ejemplo de los nuevos problemas difíciles de pensar y abordar desde las anteojeras de los noventa: hace veinte años lo que buscábamos era tener una economía dinámica que generase puestos de trabajo; habiendo conseguido esa economía más próspera, ahora nos hace falta problematizar otras cuestiones que no teníamos en el radar, por ejemplo: ¿por qué la gran mayoría de las peruanas con empleo, en cualquier rama de la actividad económica, gana menos que los hombres por idénticos trabajos? ¿Por qué ellas se amontonan en las escalas más bajas de las empresas (o cualquier actividad) mientras los hombres prosperan en estas? No es el mercado el que va a solucionar este preciso ejemplo de desigualdad creciente. La actitud neoliberal de los noventa frente a este problema será como la de Ahmadinejad frente al homosexualismo en Irán: ese no es un problema porque ese problema no existe.

Así, nuestras falencias institucionales tienen consecuencias sobre nuestras vidas, sobre la democracia, sobre el mercado, sobre la igualdad de nuestros ciudadanos. Pero la inercia neoliberal de los noventa nos empuja a observar esto con fe de carbonero, confiados en que, de alguna manera, nuestro crecimiento económico se ocupará de solucionar estos problemas. Desde luego, no soy el único en señalar los límites de la confianza ciega en la economía como motor único de las mejoras en el país y se sienten cambios en el establishment, tanto en la opinión pública como en el propio estado. El libro de Jaime de Althaus, La promesa de la Democracia, contiene ideas y preocupaciones sobre las instituciones en el Perú originales e importantes. La confianza que el MEF deposita en el nuevo Midis también parece ser un signo de cambios en la dirección sugerida.

Porque el crecimiento económico algún día se desacelerará y entonces deberemos enfrentar una serie de problemas que dormitaban bajo el opio del consumo. Las instituciones fuertes y legítimas servirán cuando las vacas enflaquezcan. La preocupación por las instituciones no tiene por qué ser pesimista, ni una que socave los consensos generados en el Perú sobre el manejo económico. Ella debería, más bien, cargar un ímpetu inconforme, optimista, una agenda liberal y reformista; debería empujarlo la convicción de que estamos en un momento fundamental para que el Perú no sea solamente un país cada vez menos pobre, sino también, y sobre todo, uno cada vez más sano, más próspero. De la sociedad rica a la sociedad sana se viaja en el tren de las instituciones. Emprender ese viaje implica deshacerse del liberalismo oxidado, y rescatar el fuego inconformista de nuestra olvidada tradición reformista. El de nuestro viejo e intuitivo liberalismo político.

Fuente: Revista Poder 360°. Diciembre del 2012.


Liberalismos

Por: Eduardo Dargent Bocanegra (Politólogo)

Si algo permite agrupar a los diversos autores que son llamados liberales es la protección de la autonomía. Esta autonomía conlleva la necesidad de establecer límites a la potestad del Estado o cualquier otro poder para tomar decisiones en nuestro nombre. Por diversas razones, dicha idea ha ido generalizándose en los últimos siglos. El paternalismo, la preeminencia de la comunidad o la religión han perdido piso como justificaciones para regular la vida social. Por supuesto, las fronteras precisas a la intervención estatal, o qué tipo de economía es compatible con dicha autonomía, no son claras y le deseo suerte a quien pretenda encontrar en Locke, Smith o la naturaleza humana una respuesta precisa. Pero ese espacio de autonomía es lo que distingue al liberalismo de otras ideologías.

Hay, sin embargo, una tensión antigua en el liberalismo sobre cómo entender y por qué defender dicha autonomía. No es una distinción original, se ha resaltado mucho en la filosofía política. Por un lado, hay liberales optimistas, confiados en los beneficios positivos de la autonomía en el largo plazo. Para estos liberales la protección de la libertad individual tiene como resultado adicional lograr el mayor bien común, sociedades más prósperas que alcanzan el bienestar para sus miembros. Paradójicamente, entonces, estos liberales ofrecen una justificación utilitaria (el bien común) para defender valores que son antimayoritarios. J.S. Mill en “Sobre la libertad” o Kant en algunos de sus escritos políticos, por ejemplo, justifican esta protección a la autonomía en términos de un mejor futuro.

Pero hay otra tradición liberal más pesimista, escéptica. Defenderá la autonomía más por su valor intrínseco y por desconfianza al poder y los grandes proyectos comunitarios, sean conservadores o progresistas, que por convicción de que las cosas serán mejores. Esta tradición no abandona la sospecha de que, en varios casos, la libertad puede dar lugar a nuevos males sociales, dañar la esfera pública o engendrar nuevos peligros que afecten la propia autonomía. Son más conscientes, por ejemplo, de que la desigualdad económica genera desigualdad política, y tienen mucha menos confianza de que esas influencias y poderes no afectarán la libertad. Raymond Aron, Isaiah Berlin o Judith Shklar representan, entre otros, ese segundo tipo de liberalismo escéptico.

Me parece que esta distinción permite entender mejor las posiciones de algunos liberales en el país. A veces el mismo autor puede adoptar diferentes posiciones a través del tiempo. Mario Vargas Llosa en los ochenta y noventa, por ejemplo, parecía más cerca del primer liberal por su confianza en el papel transformador del mercado. Asimismo, en “La revolución capitalista en el Perú”, Jaime de Althaus también parece más cerca a este liberalismo optimista. Colocaría a Alfredo Bullard y Gonzalo Zegarra más hacia ese lado. Por supuesto, al poner a la gente en “cajas” cometo algunas injusticias: ni Alfredo ni Gonzalo, y, como veremos, ni Vargas Llosa ni De Althaus dejan de lado la necesidad de reformas en ámbitos políticos. Pero sí está presente en ellos este optimismo. Llevado a extremos, este discurso optimista puede ser civilizatorio e incluso iliberal, como en “El perro del hortelano” del expresidente García.

También encuentro algunos exponentes del lado pesimista. El tono del Vargas Llosa actual en “La civilización del espectáculo”, por ejemplo, lo aproxima más al segundo liberal, preocupado de que el costo de la autonomía sea la destrucción de otros valores y abierto a una actividad estatal más firme para promover determinados valores que considera buenos. Asimismo, en su más reciente “La promesa de la democracia”, De Althaus resalta que la revolución capitalista podría no tener efectos políticos igualitarios ni transformadores en lo social sin otras reformas. Y en un reciente artículo en la revista Poder 360º, Alberto Vergara reclama a los liberales peruanos que dejen sus miedos y apuesten por construir un Estado fuerte. El artículo ha dado lugar a varias respuestas, algunas inteligentes, otras que rayan con la paranoia estatista. Cabe añadir que entre estos liberales optimistas y pesimistas más serios también se ha desarrollado un liberalismo bastante huachafo, similar en su dogmatismo y ausencia de análisis histórico y comparado a nuestro peor marxismo.

Personalmente me siento más cerca al segundo liberalismo. Considero que en el Perú es importante mirar a otras fuentes de poder más allá del Estado y creo que la concentración de riqueza lleva a nuevas formas de exclusión difíciles de superar sin un Estado más fuerte. La esfera pública liberal hay que construirla, no asumir que ya existe y que es intocable. Por supuesto, la tensión no es fácil de resolver, los claroscuros abundan, y solo el debate permitirá delinear mejor lo que separa y une a los liberales peruanos. Me estoy refiriendo a liberales, claro, no a aquellos que apoyan caudillos que les cuiden los negocios o que son entusiastas de la mano dura. En eso, creo, estaremos de acuerdo.

Fuente. Diario 16. 16-12-2012

¡Liberales en el Perú!


Por: Carlos León Moya

POLITÓLOGO. Escribe en el blog “Diversionismo ideológico” en Lamula.pe                       

Dos han sido los mayores descubrimientos de este año: que células especializadas y maduras pueden ser reprogramadas para convertirlas en células madre y que el Perú tenía liberales.

El debate de las últimas semanas entre Alberto Vergara y Gonzalo Zegarra, matizado con la intromisión de Eduardo Dargent, probaría lo anterior. Hasta podría ser una batiseñal para que los escasos liberales nacionales salgan por fin de sus guaridas individuales. Podría.

Como fuese, la existencia de liberales implicaría una mejora cualitativa en la política peruana. Especialmente para la derecha. Plagados por conservadores, fascistoides, ratones, neoliberales de cartón, Fabiola Morales y empresarios mercantilistas, su sola aparición implicaría una mayor pluralidad y sustancia en el alicaído debate nacional, ahora hegemonizado en la dicotomía cojuda caviar/DBA. Además, el problema con el conservadurismo peruano de hoy es que, salvo Fernán Altuve, sus representantes políticos no son inteligentes. No tenemos a un Riva Agüero, sino al adoquín ese de viejo reino. Ya ves.

Celebro, además, que un debate entre y sobre liberales salga por fin de la galaxia Vargas Llosa. Todo pasaba antes por la gravedad de la Estrella Gigante Mario y la Estrella Enana Álvaro, o se veía arrastrado hacia la vecina Constelación De Soto, siempre haciendo sus muequitas de desdén. Que treintones discutan el tema sin caer en estos agujeros negros –sean liberales, republicanos o libertarios– es también un plus.

Hacia una tipología de los liberales en el Perú

Dargent es el politólogo más serio del país, tan serio que cita a Kant con naturalidad, pero, a diferencia de otros, lo cita bien. Como decía, Dargent reseña en su última columna una tensión en el liberalismo en relación a cómo entender la autonomía. Por un lado, liberales optimistas, “confiados en los beneficios positivos de la autonomía en el largo plazo”. Por otro, liberales pesimistas que defienden la autonomía “más por su valor intrínseco y por desconfianza al poder y los grandes proyectos comunitarios”. Incluso Dargent es tan serio que ubica a varios liberales peruanos en esta tensión. Más o menos así:

Liberales optimistas
Liberales pesimistas
Mario Vargas Llosa (80-90)
Jaime de Althaus (casi siempre)
Alfredo Bullard
Gonzalo Zegarra
Mario Vargas Llosa (2012)
Jaime de Althaus (recién)
Alberto Vergara
Eduardo Dargent


En cambio, este artículo propone una división distinta. Y tenemos en cuenta muchas más variables. Empezamos siguiendo la forma de clasificar de Gonzalo Zegarra: crear categorías ad hoc para sentirnos chéveres (especulativos, intuitivos, naturales, esotéricos, deductivos). Luego, notamos que en el Perú los liberales pueden contarse perfectamente, sin mayor inconveniente. Y vimos la luz.

Tras dos semanas de ardua investigación, conducida enteramente por un brillante equipo de practicantes mal pagados y sin derechos laborales, concluimos que el Perú tiene exactamente 87 liberales. No hay más.

Muchos que dicen ser liberales fueron analizados por nuestro equipo, pero quedaron fuera de la lista por su falta de compromiso: entre otros, toda la CONFIEP, tres cuartos de COMEX, noventa por ciento del gabinete de asesores del MEF, cuatrocientos ochenta y dos exalumnos de Alfredo Bullard que creen que repetir como loros lo que escucharon en clase los hace interesantes, un antiguo PPKuy que escribió “cholos de mierda” en su Facebook el día que ganó Humala y un conejo de pascua que afirmaba llamarse Carlos Boloña Behr.

El siguiente paso fue clasificar a los 87 elegidos. Por falta de tiempo, presentamos un avance del cuadro. La otra parte podría estar cuando consigamos nuevos practicantes de sociología que conduzcan nuestras investigaciones gratis a cambio de “currículum”.

Liberal
Individuo
Osa Mayor
Mario Vargas Llosa
Osa Menor
Álvaro Vargas Llosa
Prima Donna
Hernando de Soto
Kamikaze
Juan Carlos Tafur (como Diario16)
Caviar
Álvarez Rodrich
Naranja
Rosa María Palacios
Hipster
Alberto Vergara
Embutido
Otto Kunze
DBA
Aldo Mariátegui
Clerical
Fernando Berckemeyer
Anticlerical
Pedro Salinas
Burocrático
Iván Lanegra
“Natural”
Gonzalo Zegarra
Mártir
Pablo Secada
Nerd
José Alejandro Godoy
Friki
Marco Sifuentes
Monja
Gonzalo Gamio
Popular
Desierto

Fuente: Diario 16. 21 de diciembre del 2012.


Apuntes sobre el liberalismo. Reflexiones sobre un debate


Por: Gonzalo Gamio Gehri (Filósofo)


Se ha generado en nuestro medio un debate interesante sobre el carácter y sentido del liberalismo.  Los diversos escenarios de esta polémica son algunas revistas y periódicos locales interesados en el tema político más allá de los escándalos del día. Alberto Vergara, Gonzalo Zegarra y Eduardo Dargent han desarrollado argumentos contrapuestos en torno a las raíces de la política liberal y su eventual proyección sobre el precario mapa ideológico-político peruano. Recordemos que hace un tiempo Martín Tanaka examinaba en La República las razones por las cuales el liberalismo no encontraba un lugar entre los partidos nacionales,  mostrando con claridad cómo los liberales auténticos desarrollaban sus ideas lejos de la arena política y de las organizaciones que le son propias. Se trata de un asunto de singular importancia para quienes están interesados en analizar rigurosamente la calidad de nuestra democracia y la diversidad y alcances de las ideologías en el país.

Vergara sitúa muy bien el corazón del liberalismo en una concepción antijerárquica de la vida política, centrada en la defensa de las libertades y derechos de los individuos. “Ante todo, el liberalismo es una conspiración política contra las desigualdades pretendidamente naturales en la sociedad”, señala acertadamente. Añade que el liberalismo constituye ante todo un sistema de ideas políticas, y que la dimensión económica se desprende de aquel. No resulta sorprendente que la perspectiva liberal no haya calado en un país en el que una parte significativa de su autotitulada  “clase dirigente” ha saludado sistemáticamente proyectos autoritarios, o considera a la  Iglesia católica y a las Fuerzas Armadas “instituciones tutelares”, vulnerando cualquier sentido fundamental de ciudadanía democrática. El capitalismo no les molesta, pero sí la igualdad y la agencia política. Tampoco escasean en el Perú los diminutos personajillos que glorifican los títulos de nobleza propios y ajenos o avalan múltiples formas de discriminación e injusticia estructural. 

El autor afirma que, si bien las organizaciones políticas nacionales no han suscrito el ideario liberal, se ha preservado una suerte de “liberalismo intuitivo” entre ciudadanos de buena voluntad que han censurado la justificación espuria de las desigualdades económicas, el ejercicio de la violencia cultural y el clericalismo. Con frecuencia, estos ciudadanos han apoyado la candidatura de alguna figura o grupo que ostentaba una trayectoria democrática, o han actuado juntos desde alguna institución de la sociedad civil. No obstante, ese importante sector de la población no encuentra todavía un espacio político adecuado para articular sus intuiciones pluralistas y sus aspiraciones cívicas. En contrate, abundan en el Perú los políticos y periodistas pseudoliberales – en la práctica, antiliberales – que rechazan los derechos humanos, la secularización de la política, pero que a la vez suscriben alguna forma catequética de mercantilismo, pues creen que la lógica del mercado constituye el espontáneo e incuestionable sustrato de la justicia distributiva. Tales objetables presuposiciones les impiden reconocer la pertinencia de un elemento central en la agenda liberal: el fortalecimiento de las instituciones del Estado y la sociedad civil. Para los líderes de opinión creyentes en este mercantilismo dogmático, Milton Friedman es un héroe, y John Rawls es prácticamente un "criptocomunista". Tampoco sorprende que estos predicadores pseudoliberales hayan pretendido que el capitalismo florezca al interior de los regímenes autoritarios que en su día aplaudieron sin rubor. En  general, cultivan el recurso antiliberal del macartismo y la estigmatización ideológica como herramientas de combate intelectual. Lo vemos diariamente en algunos medios de prensa.

Como Vergara y Dargent han argumentado en sus columnas enPoder 360° y en Diario 16, este pseudoliberalismo se aproxima nítidamente a posiciones conservadoras, en las que – como se ha dicho – se presume que el capitalismo puede coexistir con políticas que reprimen seriamente las libertades cívicas y el pluaralismo. En sus versiones radicales, esa derecha mercantilista desestima cuestiones que son importantes en el horizonte de la filosofía pública liberal, como las posibilidades del entendimiento intercultural o el respeto de la diversidad religiosa. Dargent ha citado correctamente el caso del rígido ideario de “El perro del hortelano” como expresión de este ideario neoconservador.

Gonzalo Zegarra reconoce la sensibilidad política de académicos como Vergara y Dargent, pero advierte que “la sensibilidad no es fuente de Derecho (…).No califican, pues, las preferencias morales, estéticas ni sentimentales. Éstas son contingentes y cambiantes: no se pueden volver ley”. A pesar de su alegato legalista, Zegarra percibe en Vergara una cierta proclividad al “estatismo” por su vocación institucionalista. Como se sabe, el “estatismo” es el sombrío fantasma que quita el sueño de nuestra derecha mercantilista. Los diversos estatismos, sugiere Zegarra, abrazan alguna forma de sentimentalismo. Afirma que “tanto las izquierdas como las derechas estatistas se apartan de la razón y pretenden la imposición de sentimientos. De la compasión el socialismo; del nacionalismo y la fe, el conservadurismo”. En contraste, el liberalismo sería una doctrina basada en el imperio de la razón.

Desconcierta el burdo antagonismo planteado entre la razón y las emociones. A primera vista, Zegarra parece desconocer la dimensión cognitiva de las emociones morales, que en su momento defendieron Aristóteles y Adam Smith, y que en un tiempo reciente destacaron Richard Rorty, Michael Walzer, Bernard Williams y Martha Nussbaum. Las emociones no son meramente irracionales - ni exclusivamente privadas -, eso lo sabemos desde los griegos, y su impacto en el ejercicio de la razón pública no es necesariamente negativo. El juicio práctico supone el concurso de la percepción emotiva y la deliberación racional: esto sucede tanto en el discernimiento sobre el buen vivir como en la cimentación del justo trato (curiosamente, Zegarra no desarrolla un concepto de razón, pero podría sospecharse de que se trata del estricto cálculo estratégico). Sorprende más todavía que Zegarra no caiga en la cuenta de que el liberalismo se nutre de una peculiar sensibilidad. Judith Shklar ha discutido la importancia del miedo en la construcción del sistema político y legal liberal, particularmente (pero no solamente) los derechos humanos. Curiosamente, la sensibilidad sí es fuente de derecho.Shklar se ha ocupado de examinar los vicios que son incompatibles con una sociedad liberal. El primero de ellos es lacrueldad. Uno de los problemas conceptuales más graves en nuestros debates locales sobre el liberalismo - particularmente presente en posiciones como la de Zegarra - radica en que se desvincula el pensamiento liberal de su historia ¿Cómo entender la política liberal sin la experiencia trágica de las guerras de religión y los efectos funestos del integrismo religioso? El pensamiento político no surge por generación espontánea. Sólo de cara a esta experiencia histórica puede mostrarse con toda claridad la conexión entre el liberalismo y determinadas formas de sensibilidad articulada.

El liberalismo aspira a construir un escenario institucional en el que el individuo pueda diseñar y realizar su proyecto de vida sin las ataduras del linaje o de la condición social, que otrora le imponían un férreo “destino”. Por eso el énfasis  en los derechos universales y en la igualdad de oportunidades (presente en los contractualistas del siglo XVII, en Rawls, en Sen y en tantos otros). Del mismo modo, el liberalismo plantea como un elemento fundamental el cultivo de la razón práctica o agencia, la capacidad de la persona de examinar críticamente las propias tradiciones y elegir el modo de vida “que tienen razones para valorar”[1]. La evaluación de las convicciones constituye una inequívoca expresión de libertad. Rechazar la asignación exterior (e indiscutible) de un propósito vital o de un sistema de creencias. La tradición no puede proferir la última palabra en la cuestión de la plenitud de la existencia, así como en la materia políticamente estructural de los principios distributivos (y conmutativos). Por ello el énfasis en el principio de autonomía y en la construcción de espacios de deliberación pública. La centralidad de la justicia que vindica la visión liberal recoge esta constelación de consideraciones de orden práctico sobre la igualdad,  la elección de la vida y el cuidado del discernimiento.

La idea de justicia que cimenta la teoría política liberal no brota de la abstracción, si no de una compleja reflexión que bebe de un acervo de experiencias y de una historia de debates y de movilizaciones sociales. El miedo, la compasión y la indignación son dimensiones de la sensibilidad ética que no pueden disociarse de dicha idea sin condenar esa idea a la indeterminación. El liberalismo es un modo de pensar y de sentir que encuentra su encarnación pública en un sistema de instituciones políticas y legales que se propone proteger al individuo frente a la violencia y la represión de la libertad.

Fuente: Blog de Gonzalo Gamio. 22 de diciembre del 2012.


Liberales

Por: Nelson Manrique Gálvez (Historiador)
Un ensayo publicado por Alberto Vergara sobre el liberalismo en el Perú (http://bit.ly/WArcCq) ha suscitado un interesante debate en el que vienen participando Gonzalo Zegarra, Eduardo Dargent, el filósofo Gonzalo Gamio y –en una divertida nota irónica– Carlos León Moya (http://bit.ly/Tjd6Z1). El tema en debate son las relaciones entre la libertad individual y la (des)igualdad social.

Ilustrando el miedo reverencial de ciertos liberales a la intervención del Estado, Vergara cita a Gonzalo Zegarra, el director de Semana Económica, quien, partiendo de la constatación de que en un club campestre limeño existen baños reservados para las empleadas domésticas y otros para las socias del club, sentencia que “distinguir entre ‘hombres’ y ‘hombres de color’ o ‘mujeres’ y ‘empleadas’ equivale a implicar que los de color no son plena y/o simplemente hombres, y que las empleadas no son iguales al resto de mujeres”, para a continuación declarar su desacuerdo con que la ley prohíba los baños para nanas, o se inmiscuya en los clubes “violando la libertad de asociación”.
Zegarra convierte la “libertad de asociación” en un derecho sacrosanto, pero supongo que el Estado puede –y debe– violarla para frustrar los designios de una banda delincuencial o un grupo terrorista. Como debe violarla para castigar la discriminación racial en un club privado o en una discoteca. En realidad se esconde púdicamente que lo que se está defendiendo verdaderamente: la libertad de mercado; la misma que invocan los dueños de las discotecas que ejercen discriminación.
Alberto Vergara plantea a Zegarra una interrogante de sentido común: “¿Por qué una práctica que el propio autor describe como algo que implica la des-humanización de un individuo (ni más ni menos) debería ser pasada por agua tibia en un Estado de derecho democrático?”. La respuesta de Zegarra (http://bit.ly/WJgltP) es llamativa: a la hora de legislar no califican las preferencias morales, estéticas ni sentimentales: “Éstas son contingentes y cambiantes: no se pueden volver ley”.
El razonamiento de Zegarra es sorprendente. También el asesinato es una cuestión moralmente (y diría que también sentimental y hasta estéticamente) condenable. Su valoración también puede ser cambiante (piénsese en la valoración de las masacres de judíos y gitanos en la Alemania nazi), pero, ¿debiera concluirse de ello que la ley no puede penarlo? Aparentemente lo único que debiera primar al hacer las leyes es la razón (económica, insisto). Pero ésta no existe al margen de las valoraciones morales (y sentimentales, como por ejemplo la solidaridad con las víctimas). Preferimos el bien sobre el mal, lo justo sobre lo injusto... Sería bueno recordar que todo –incluidas por supuesto las leyes– es cambiante, no solo las preferencias subjetivas. Véase la súbita conversión de los fanáticos neoliberales al keynesianismo así que estalló la crisis del 2008 y a ver si me dicen que la razón es eterna e inmutable…
En el debate en curso abundan las descalificaciones de los oponentes como pseudoliberales pero creo que es de justicia reconocer que en realidad todos representan distintas vertientes del liberalismo. Ser liberal no es apostar automáticamente por la democracia política y social pues hay liberales que asumen la desigualdad entre los humanos como natural y condenan cualquier intervención para combatirla. Como lo expresó con gran sinceridad ese gran héroe del liberalismo contemporáneo llamado Friedrich von Hayek, “ser libre puede significar libertad para morir de hambre”. En la otra esquina Norberto Bobbio, uno de los más grandes teóricos del siglo XX, caracterizado como liberal de izquierda o liberal socialista, proponía compatibilizar la igualdad jurídica con la igualdad política y con la igualdad social: “una persona instruida es más libre que una inculta; una persona que tiene un empleo es más libre que una desocupada, una persona sana es más libre que una enferma”.
Cuando se habla del tema muy al fondo existe una gran confusión; aquella que asume que el liberalismo económico y el liberalismo político van indisolublemente unidos, lo cual es falso: véase la historia de los ajustes neoliberales desde el Chile de Pinochet o el Perú de Fujimori hasta los que están en curso en Grecia, Irlanda y España y qué sucede con la democracia. No se trata de “paradojas”. Pero esto merece una nota aparte.
Feliz Navidad para todos los lectores.
Fuente: Diario La República. Martes, 25 de diciembre de 2012

Liberalismo y pseudoliberalismo

Por: Nelson Manrique Gálvez (Historiador)
A muchos liberales les desagrada reconocer como parientes ideológicos a otros que reclaman para sí la misma denominación. Esto es normal, porque ahora es de buen tono proclamarse “liberal” –como lo era llamarse “marxista” en los años setenta–, y se puede suscribir idearios que van desde el anarquismo hasta el autoritarismo más extremo, todo en nombre del liberalismo.
Tampoco esto es nuevo, pues siempre que uno suscriba una ideología con cierto impacto social inevitablemente encontrará en el vecindario a fulanos impresentables, como Pol Pot y Abimael Guzmán para los marxistas, o Torquemada y sus epígonos nacionales para los católicos. De allí vienen las descalificaciones y el problema es siempre quién tiene la autoridad para calificar lo “auténtico” y lo “falso”.
Afirmé que, contra lo que muchos creen, ser liberal no es necesariamente ser amigo de la democracia política y social, pues hay liberales que asumen la desigualdad entre los humanos como natural y condenan como un atentado contra la libertad (especialmente la económica) cualquier intervención que intente combatirla. Por otra parte, no se suele distinguir entre el liberalismo económico y el liberalismo político, lo cual tiene importantes consecuencias.
Norberto Bobbio –uno de los más grandes teóricos del liberalismo– apuntaba agudamente que el liberalismo económico y el liberalismo político son distintos desde sus orígenes, porque sus objetivos son diferentes. El liberalismo económico nació asumiendo la defensa de la libertad de mercado. En cambio, el liberalismo político definió como su razón de ser la defensa del individuo, amenazado por el siempre creciente poder del Estado. Su objetivo fundamental fue entonces la defensa de los derechos de los ciudadanos.
Siendo sus objetivos claramente distintos, liberalismo económico y liberalismo político no siempre estuvieron juntos. Como Bobbio muestra, grandes liberales políticos, como Rousseau, eran profundamente hostiles al liberalismo económico (en esa época denominado librecambismo), porque al profundizar la desigualdad económica entre los individuos éste termina constituyendo una amenaza para la democracia.
A su vez, liberales económicos militantes, como Hobbes, eran profundamente autoritarios en lo político y se sentirían perfectamente cómodos obedeciendo a regímenes represivos capaces de arrasar los derechos ciudadanos que el liberalismo político defiende, siempre que la libertad de comercio estuviera asegurada. Se entiende entonces por qué hoy personajes que se llaman a sí mismos “liberales” defienden los regímenes de Alberto Fujimori y Augusto Pinochet.
Hoy es fácil constatar que muchos fanáticos liberales económicos, ardientes defensores de la libertad de mercado, son absolutamente autoritarios en lo político y se lucen como entusiastas promotores de las medidas represivas para imponer el libre mercado. Esto es parte de la historia mundial contemporánea. Los ajustes estructurales impulsados durante las tres últimas décadas por los liberales económicos (conocidos en la jerga política como “neoliberales”, e impuestos por organismos multilaterales bajo el control norteamericano, como el FMI y el Banco Mundial), como la privatización de las empresas públicas, la eliminación de los controles a los capitales extranjeros y la apertura de los mercados nacionales, suponen, entre otras cosas, destruir derechos fundamentales que los trabajadores conquistaron a costa de duras luchas durante el siglo XX: derecho al trabajo, jornada de 8 horas, salarios dignos, estabilidad laboral, seguridad social, etc. Como es natural, éstos no van a renunciar a sus conquistas sociales sin luchar. De allí que el neoliberalismo vea a la democracia como un enemigo del cual es necesario desembarazarse.
Una ideología muy extendida sostiene que el liberalismo económico y el político están indisolublemente asociados, porque la libertad de mercado da a los consumidores la posibilidad de elección, y la libertad es precisamente la capacidad de escoger. Esto es pura ideología, primero porque la vida es bastante más que la economía y en segundo lugar porque en la economía de mercado sólo disfrutan de la libertad de elegir quienes tienen dinero para comprar. Donde la mayoría de la población es pobre pocos pueden ejercen semejante libertad.
El mercado libre se ha impuesto en el mundo a través del autoritarismo y no extendiendo la democracia, como lo atestigua la imposición de los ajustes neoliberales. Esto es historia presente, hoy, en Europa.

A pesar de todo, un Muy Feliz 2013.
Fuente: Diario La República. Martes, 01 de enero de 2013


El liberalismo político y sus rostros

Por: Gonzalo Gamio Gehri (Filósofo)


Hace unos días, Nelson Manrique escribió el artículo Liberalismo y pseudoliberalismo, que apareció en La República. El texto se enmarca en el debate reciente sobre el liberalismo, y constituye una respuesta aguda y sensata a quienes – desde una perspectiva que quizá se proclama “ortodoxa” – critican que haya establecido una distinción entre “liberalismo político” y “liberalismo económico” como una operación estrictamente liberal. Esta distinción le permite cuestionar certeramente la atalaya ideológica en la que se sitúan quienes se mostraron condescendientes y silenciosos frente a gobernantes autoritarios y corruptos que – como Pinochet y Fujimori – combinaron la represión de libertades y derechos básicos con mercados abiertos; se trata de la misma posición de quienes hoy miran con admiración a China y Singapur. No existe nada menos “liberal” que las violaciones a los derechos humanos y la desarticulación de la democracia.

Me parece (aunque no tengo certeza de ello) que el artículo de Manrique es una réplica a un post de Paul Laurent, Los liberalismos de los no liberales, en el que acusa rudamente al propio Manrique y a otros de “desconocer” la verdadera matriz del pensamiento liberal, la presunta raíz económica de la ciudadanía liberal, etc. En general, en lo que respecta a las cuestiones fundamentales de teoría política, la invocación a una suerte de “pureza doctrinal” me preocupa y me resulta peligrosa: me parece una actitud muy poco liberal, me recuerda a la investigación de “herejías” de la inquisición colonial,  o a la estigmatización intelectual de los “revisionistas” por parte del totalitarismo estalinista y maoísta. El liberalismo requiere de una actitud  falibilista, incompatible con el denominado "espíritu de ortodoxia" y no consiste en una especie de "saber iniciático".  No encuentro intelectualmente edificante  discutir el “canon literario” liberal como si se tratara de una colección de textos sagrados. Laurent dice que John Rawls, Richard Rorty y Amartya K. Sen no son liberales; ante ello, yo sólo puedo mostrar extrañeza, no sólo porque no justifica su aserto, sino  porque se trata de autores que se cuentan entre los filósofos políticos liberales más importantes de los últimos cincuenta años (a los que habría que sumar el nombre de Isaiah Berlin y el de Judith Shklar). Si hacemos a un lado de la discusión el asunto de los elementos específicamente filosóficos de las ideas liberales, entonces algo anda realmente mal. El liberalismo descansa sobre una familia de argumentos que giran en torno a los derechos universales, la libertad individual, el pluralismo, la secularización de lo político y la autonomía racional. No reivindica ortodoxias, enarbola criterios inapelables de autoridad intelectual ni condena herejías. Precisamente, el liberalismo combate  el mundo cultural y sociopolítico en el que la vindicación de ortodoxias, autoritarismos y anatemas era moneda habitual.

La respuesta de Manrique me parece una buena manera de avanzar en este debate sin perder sus elementos centrales (1). Señalar simplemente las supuestas “heterodoxias” se parece mucho a la estigmatización ideológica y al desfile de etiquetas (como  “rojo”, “caviar”, “estatista”, “colectivista”) que encontramos cada día en periódicos como Correo y Expreso. En contraste, Manrique destaca que en América Latina la separación entre “liberalismo político” y “liberalismo económico” ha resultado fundamental para la consolidación de una derecha conservadora y autoritaria con la que muchos actores políticos y “líderes de opinión” están muy contentos. El pensamiento liberal – que suele valorar ambos frentes – brilla por su ausencia en la escena política peruana. Abrir un espacio para la política liberal no implica adoptar necesariamente un credo homogéneo y uniforme, sino tomar contacto real con la familia de argumentos antes mencionada. Es el exclusivo mercantilismo – políticamente conservador - cultivado por la derecha peruana (que sospecha sistemáticamente de la democracia y de los derechos humanos) el punto de vista que aspira a convertirse en una ideología monolítica y dogmática, que asegura acríticamente que las interacciones probadamente "libres" sólo brotan del mercado (o las emulan en otros contextos). Manrique sugiere –  en convergencia con Alberto Vergara – que muchas personas se comprometieron en el pasado con temas propios de la agenda de un “liberalismo intuitivo”, como el sufragio universal o la jornada de ocho horas. Es preciso  recordar que, hablando rigurosamente, lo político no es sinónimo de lo estatal. Se hace política desde el Estado y desde los partidos políticos, pero también desde las instituciones de la sociedad civil. 

Creo que no debemos olvidar la disposición antijrerárquica del liberalismo, su vindicación de laigualdad civil de los individuos. Por ello no sorprende que este debate se haya generado en torno a la medida discriminatoria, practicada por algunos clubes sociales, consistente en  asignar baños especiales a las empleadas del hogar. Sólo una sociedad lastrada por una herencia colonial tan poderosa podría experimentar problemas para reconocer – ver - el carácter antiliberal y antidemocrático de tal medida (que recuerda las políticas discriminatorias en los Estados Unidos antes de la lucha por los derechos civiles que convocó a Luther King y otros).  No obstante, a menudo los problemas prácticos son más complejos y requieren una aproximación conceptual más sutil. Las dos rutas metodológicas que ha emprendido la filosofía política liberal – la hipótesis teórica del contrato y la exploración hermenéutica de las fuentes históricas y culturales del liberalismo – no pueden disociarse de los principios de libertad e igualdad. Se trata de principios que muchas veces se relacionan de manera tensional (Berlin); el planteamiento y posible resolución de tales conflictos constituye una invitación al cultuvo de la deliberación pública (y a la construcción institucional). La cuestión de sus alcances constituye una fecunda área de discusión al interior de la filosofía práctica liberal.


(1) Quizá la lectura que hace Manrique de Hobbes pueda ser discutida con mayor extensión.

Fuente: Blog de Gonzalo Gamio. 03 de enero del 2012.

La querella sobre el liberalismo


Por: Alessandro Caviglia (Filósofo)

El significado y la naturaleza del liberalismo han generado una serie de discusiones desde sus orígenes, entre los siglos XVI y XVII. Pero desde el siglo XIX el nombre ha sido usurpado por un grupo de pensadores de derecha que lo usan para defender el libre mercado sin restricción. Estos autodenominados "liberales" consideran que las únicas libertades que el sistema político, el Estado, e incluso las instituciones de formación moral, han de defender son las libertades económicas de quienes pueden competir exitosamente en el mercado. El último de estos confundidos es el blogero Paul Laurent, quien cuestiona la distinción entre liberalismo económico y liberalismo político, que ha presentado hace poco Nelson Manrique.

He de señalar que concuerdo con Laurent en que tal distinción es falaz, pero lo considero por razones  diferentes. Para él, lo único que merece la pena llamarse liberalismo es el que él denomina "liberalismo económico". En cambio, considero que lo único que merece en serio tal apelativo es el liberalismo político, que tal como Gonzalo Gamio ha señalado acertadamente, lejos ser la ideología -que Laurent y sus correligionarios defienden- constituye una familia de doctrinas políticas que tienen como centro la defensa de la democracia, de los derechos fundamentales y el rechazo a la tiranía o al autoritarismo, entre otros valores públicos. El  mal llamado "liberalismo económico" no constituye en ningún sentido una forma de liberalismo, porque simplemente, en su afán de defender sólo las libertades económicas, atenta abiertamente contra las demás libertades, como las políticas, las sexuales, las de conciencia, y especialmente aquellas que tienen que ver con las personas que se encuentran en desventaja en la sociedad. Desde sus orígenes, el liberalismo ha sido una doctrina política que ha reivindicado, al lado de la libertad, tanto a la autonomía del sujeto y como la igualdad entre ciudadanos.

Laurent expone una idea recurrente en los ideólogos dogmáticos del erróneamente llamado "liberalismo económico", a saber, la economía determina las relaciones políticas y las consideraciones morales. En esto no se distinguen de marxismo más simplificado. Así, consideran que el poder económico debe de convertirse en poder político, y que la formación moral de las personas debe de servir para fortalecer los valores del mercado.  Paro estos personajes, ideológicamente formados, abrazan una concepción de la economía que es debatible: se trata de la teoría de los mercados perfectos que la teoría neoclásica propugnó. Dicha teoría cuenta con varios problemas, pero el más serio es que en ninguna parte del mundo existen ni han existido mercados tal como esa teoría los describe, y permanentemente los Estados han tenido y tienen que intervenir para corregir las distorsiones producidas. Y el otro problema central es la creencia de la distribución de la riqueza por medio del "chorreo". Ciertamente, la teoría neoclásica tiene otros problemas que no mencionaré.

Esta teoría económica tiene como uno de sus indicadores al PBI, indicador que no permite ver las desigualdades, ni otras cosas que teorías recientes como la del Desarrollo Humano o la teoría de las Capacidades, desarrolladas por Sen y Nussbaum entre otros, han presentado. La teoría de las Capacidades, por ejemplo, se centra en las libertades de las que las personas pueden gozar de manera efectiva, y aquí las libertades no son sólo libertades en el mercado, sino también libertades políticas, la educación y la salud como fuentes de libertades, entre otras.

El dogma que Laurent y otros defienden, como verdad absoluta, se presenta como bastante cuestionable. En realidad, el liberalismo no se encuentra comprometido con un mercado omnipotente que controla las demás esferas sociales, sino con una política liberal que busque hacer valer los derechos y las múltiples libertades de todos. Es decir, en vez de que la política, la moral y el derecho se encuentren subordinados a la economía (entendida en sentido neoclásico), la economía debe encontrarse subordinada a una concepción liberal de la política. La concepción liberal de la política tiene diferentes variantes, de acuerdo a cada doctrina que forme parte de la familia de concepciones liberales, pero algo que no debe faltar en ella es una alta consideración de los derechos fundamentales, la igualdad y la democracia, como valores políticos centrales, a los que se pueden añadir otros más.  

Pero se puede entender muy bien la estrategia de estos mercantilistas cuando dirigen su artillería de juguete contra el liberalismo político. Es claro que ellos representan a una derecha que, si bien desconfía de la democracia, pretenden presentarse como los únicos demócratas del espectro político, pues la extrema izquierda no se encuentra comprometida con una democracia liberal. Pero como han visto florecer una robusta tradición liberal que pasa por Locke, Kant, Berlin, Rawls, Rorty y Sen, entre otros, pretenden atacar dicha tradición, que tiene diferentes ramificaciones y que es sumamente fructífera al defender las libertades, la autonomía y la igualdad civil. Es por ello que sindican, de manera absurda, de comunistas a pensadores como Rawls, Rorty y Sen. Todo quien tenga una cultura política básica sabe que esa acusación es falsa. La estrategia es simplemente descalificar un liberalismo político que se compromete con un liberalismo de izquierda.

Fuente: Blog de Alessandro Caviglia. 06 de enero del 2013.

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